Hace ya un tiempo que se acabaron los mecenazgos, que permitían a los creadores dedicarse a su oficio sin intranquilidades económicas. Con la llegada del mundo moderno esa alianza se rompió. El Manifiesto Comunista lo planteó así: “La burguesía ha despojado de su aureola a todas las profesiones que hasta entonces se tenían por venerables y dignas de piadoso respeto. Al médico, al jurisconsulto, al sacerdote, al poeta, al sabio, los ha convertido en sus servidores asalariados”. Baudelaire planteó lo mismo —la relación la hace Marshall Berman—, pero con cómica ironía, en uno de sus poemas: cuando un ciudadano sorprendido le pregunta a un poeta cómo es que está en un burdel, este le explica que al cruzar el bulevar la aureola se le escurrió de la cabeza y fue a dar al fango. “Ahora puedo ir de un lado a otro de incógnito, cometer bajezas, entregarme al desenfreno al igual que los simples mortales”. Baudelaire resumió así la conquista que trajo el bajón de estatus: ahora el artista es libre. Pero, habría que agregar, pobre.
Desde entonces los escritores hemos tenido que recurrir a otros trabajos para vivir o hacer lo que llaman freelance. Sin embargo, como lo de la pérdida de la aureola no se ha divulgado de manera suficiente, es corriente que una invitación a dar una charla o a escribir un artículo se considere un honor y no se mencione ningún pago. En otros casos hay una adenda llena de consideración: “desafortunadamente, no podemos ofrecerle honorarios”. Si es una institución digna pero paupérrima o si lo cogieron a uno con la guardia baja tal vez digamos que sí. A veces la cosa mejora: “Es un honor contar con su presencia, aunque sólo podemos ofrecerle una suma simbólica (y aquí el monto de la chichigua)”. Vaya y venga: todo escritor sabe que trabaja por vocación y no por negocio. Con lo que no contábamos era con que el establecimiento se organizara para hacer difícil lo que podía ser fácil. Como si fuéramos grandes proveedores, a los que hacemos freelance nos exigen toda clase de trámites. En un medio conocido, por ejemplo, el pobre articulista debe entrar a un link —que no abre— a crear una contraseña —que no acepta— y a hacer diez anexos, con formularios que no descifra sino un contador titulado. Como cualquier documento debe tener vigencia de tres meses, la persona se pasa media vida renovándolos. Y esto se repite de entidad en entidad. De vez en cuando, todo hay que decirlo, alguien ofrece una remuneración digna. Entonces toca pagar la PILA por anticipado, y sé de casos en que la víctima premiada debe hacer un préstamo para cubrirla. Que no hay aureola que valga se demostraba hasta hace poco los últimos viernes de cada mes, cuando en una acera de la ciudad se veía a un montón de escritores fumando y charlando. No era un mitin literario ni algo así como “la literatura se toma la calle”, sino la espera miserable del cheque de una conocida revista, a cuyas oficinas ni siquiera dejaban entrar.
Cuando a Turner le preguntaron cuánto se había demorado pintando un cuadro él respondió que toda la vida. Y es que hasta para escribir un haikú —o sobre todo para escribir un haikú— se necesitan años de maduración, reflexión y aprendizaje. Algo que a veces olvidan los crueles verdugos de los escritores free-lance.