Resulta asombroso ver con qué naturalidad hemos acogido la noticia de que los científicos produjeron ya la vacuna que nos permitirá regresar, más tarde o más temprano, a la anhelada normalidad. Esa naturalidad nos habla de cuánto confiamos en la ciencia. “Cuando llegue la vacuna” es algo que hemos estado repitiendo como quien dice “cuando lleguen las lluvias”. Y es que en un mundo laico la ciencia se ha entronizado casi como una religión en la que ponemos toda nuestra fe. Las expectativas en ella suelen ser tan altas, que podemos ser implacables y exigirle celeridad y certeza, olvidando que, al ser producida por humanos, también padece de limitaciones e incertidumbres.
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No obstante el prestigio que para muchos tiene la ciencia —los científicos, según las encuestas, ocupan los primeros lugares en confiabilidad—, la confianza en ella parece estar atravesando hoy por una crisis que obedece a factores diversos: a sus propias carencias y fracasos —la explosión del transbordador Challenger, lo sucedido en Chernóbil, ciertas equivocaciones con medicamentos—, que nos recuerdan que la ciencia no es infalible; a la deshumanización que a veces empaña sus logros; a la manipulación a la que a menudo la someten los grandes poderes económicos, y a la utilización política que de ella hacen los gobernantes. Los regímenes más conservadores, por ejemplo, y también algunos gobiernos populistas no tienen empacho todavía hoy en desacreditar la ciencia o menospreciarla. Tal es el caso de aquellos que se atreven a negar, por conveniencia, las evidencias de los estragos del cambio climático.
Desde que los inquisidores del Santo Oficio quemaron vivo a Giordano Bruno por atreverse a plantear que en el universo podía haber mundos infinitos, las creencias religiosas han ido también, muchas veces, en contravía de la ciencia. Que la confianza en ella es mucho más baja entre los religiosos lo confirmó un estudio científico de la Universidad de Ámsterdam. Y es que hay fanatismos, prejuicios o convicciones morales que pueden llevar a prohibir transfusiones de sangre, a descreer de las vacunas o a explicar fenómenos científicos como milagros. Contra el prestigio de la ciencia también atentan los conspiracionistas, entre los cuales pueden prosperar teorías tan alucinantes como que el COVID-19 es un invento de los gobiernos o que a través de la vacuna Bill Gates nos inoculará chips que controlen nuestras vidas.
No es fácil vencer la superchería, el pensamiento mágico o el poder de los pseudocientíficos. Tampoco es fácil la tarea de la ciencia, que puede ser vista como una disciplina lejana e incomprensible, cuyos caminos son lentos y exigen inversiones enormes, paciencia y resistencia al fracaso. Sin embargo, esa es la naturaleza de todo saber especializado. Para cerrar un poco la brecha, hoy en día, por fortuna, la divulgación científica nos permite acercarnos de muchas maneras a la comprensión de sus procesos. Y tal vez la pandemia sirva, entre otras cosas, por qué no, como recordatorio sobre la urgente necesidad de una mayor inversión en ciencia y de una mejor alfabetización científica.