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Hace unas semanas el alcalde Gustavo Petro Gustavo Petro nos sorprendió con lo que parecía la destitución por Twitter de un alcalde menor, Luis Ernesto Rincón, a raíz de la forma en que la policía llevó a cabo los desalojos del Bronx bogotano.
Y aunque después afirmó que había sido mal interpretado, y que “el alcalde de los Mártires se va” sólo quería decir que su período terminó, a muchos nos quedó la sensación de que simplemente estaba tratando de “desembarrarla”. El gesto del alcalde me hizo recordar la forma en que el presidente Uribe daba órdenes en caliente a sus subalternos en sus consejos comunales, cediendo a arrebatos del momento y buscando el aplauso de los que lo rodeaban.
Y es que gobernantes que parecieran diferir totalmente en ideología pueden terminar pareciéndose en razón de su estilo. Éste, contrariamente a lo que se cree, no es sólo cuestión de formas: revela una mentalidad. La de Uribe es decimonónica y rural, la de un caudillo de origen terrateniente, como los intereses que en parte representa. De ahí su talante autoritario, su mesianismo y su forma de administrar casi doméstica, que me recuerda la del patriarca de El otoño, que le pregunta a Juan Prieto cómo está su toro de siembra, y a Lorenza López cómo va la máquina de coser que él le regaló veinte años antes. Ufano de su aire rural, montado en su caballo con poncho y carriel, Uribe, se asemeja más, por su tono pendenciero, a un capataz que a un estadista. De ahí que el episodio del frac, que tan mal parado dejó a su sastre, resulta en su caso no sólo cómico sino también simbólico. Además, Uribe se ha revelado como un hombre temperamental, sin sentido del humor, soberbio.
En un mundo de machos, pero también anhelante de autoridad y orden, su imagen de padre castigador, empeñado en una cruzada personal, resulta mucho más popular que la de su sucesor, el presidente Santos. Éste, un representante de la alta burguesía, usó, como ya han dicho algunos, su astucia de jugador de póquer para llegar al poder y luego se deslindó de Uribe de manera sagaz, a pesar de haber respaldado todas las actuaciones de su gobierno. Su estilo no puede ser más opuesto al de su antecesor: es frío, contenido, calculador, desenvuelto como un hombre de mundo, y desdeñoso, como toda persona de mentalidad aristocrática. Mientras en el manejo de las relaciones exteriores Uribe fue torpe, Santos ha mostrado sentido de la oportunidad, pues es un estratega ambicioso cuyas apuestas son a largo plazo. Su liderazgo es más moderno que el de Uribe y tiene más vuelo, como se ha demostrado ahora que impulsa el tema de la despenalización. Hasta los pantalones amarillos que lució en el Hay Festival muestran qué tan osado puede llegar a ser, siempre, claro, sin salirse de los límites que le exige el establecimiento.
Debo decir que durante años me gustó el estilo de Petro, pues como congresista exhibió siempre una mezcla de frialdad, ironía y altivez, que unidos a su valentía, su capacidad argumentativa e investigativa, su beligerancia y su persistencia resultaban muy eficaces en su tarea opositora. Parecía nacido para la combatividad perpetua y la fiscalización de los corruptos del Gobierno. Pero ahora que es alcalde —y desde antes, cuando renunció al Polo y votó por el procurador— ha empezado a asemejarse a aquellos de los que siempre quiso diferenciarse. Como Santos, ya mostró que, a la hora de llegar donde se quiere, importan poco las lealtades. Y resulta que ahora trina tanto y de forma tan impulsiva como Uribe y como él se muestra autoritario y revanchista y recula cada vez que se equivoca. Entiendo que esté alerta, pues es evidente que hay muchos felices de que tropiece y caiga. Pero le convendría, ya que tiene ambiciones más altas, obrar más serena y desapasionadamente.
