Por estos días se está hablando mucho del uso de ciertas palabras y está muy bien que así sea, aunque algunos consideren que se trata de un tema baladí, irrelevante. No lo es, por una sencilla razón: la amplitud de nuestro lenguaje determina la amplitud de nuestro mundo. O, como dijo Wittgenstein, los límites de mi lenguaje son los límites de mi mente.
Nada hay más dinámico y más vivo que el habla, que se transforma permanentemente a instancias de la imaginación, de la creatividad y hasta de la moda. En ese sentido, el lenguaje hablado se parece a la poesía, que en su necesidad de expresar lo inexpresable acude a lo metafórico, hace hablar a las palabras de una forma nueva y tensa la sintaxis, la subvierte, tratando de ir a lo hondo de la existencia. “¿Para sólo morir / tenemos que morir a cada instante?”, se pregunta César Vallejo, y todos lo entendemos desde un lugar que desborda lo meramente racional. El habla hace lo mismo, con gracia y agudeza infinita y de la manera más natural, tanto en la boca del campesino como del erudito, del niño como del maestro. Cuando alguien dice “comerse el cuento” o “dar papaya”, expresiones tan colombianas y dicientes a pesar de su arbitrariedad, está ejerciendo todas las libertades que la lengua le posibilita.
Eso no quiere decir que no deba haber entes reguladores de la lengua que nos aclaren que no se dice “han habido” o “vos dijistes” o “deme un vaso con agua” en vez de un vaso de agua. Para hablar de lo correcto y lo incorrecto están los maravillosos diccionarios, que aspiran a abarcar el infinito universo de las palabras vivas y también de palabras semimuertas que esperan, como mariposas entre una urna, la oportunidad de volver a brillar cuando alguien las reviva. Diccionarios que recogen cuanta palabra nace, pues, aunque parezcan bastardas, son legítimas porque nacieron de la necesidad de nombrar de un modo distinto lo ya existente. Y aunque los diccionarios nacen de un concepto de autoridad, no son, como oí decir en estos días, desde ese afán de ver todo desde la óptica de la lucha de clases, un bastión más de los privilegiados. Todo escritor sabe cuánta fascinación pueden llegar a producir y cómo se merecen todo nuestro reconocimiento María Moliner o Rufino José Cuervo.
Lo pobre, lo exiguo, es el lenguaje lleno de clichés del periodista perezoso, del funcionario, del político sin brillo. En eso pensé cuando leí cómo el comandante de la Policía Metropolitana de Bogotá, el presidente Duque y hasta el periódico El Tiempo se refirieron al atentado contra el CAI de Arborizadora Alta: “Demencial”. ¿Demencial? En absoluto. Demencial es el acto de un ser extraviado que obedece a las fantasías de su mente. Todo lo contrario de lo que hizo su ejecutor, por plata o por odio, con toda deliberación y sin que le importara en absoluto el alcance del daño ocasionado. “Estamos hablando de alguien con un nivel tan alto de demencia que tiene que estar detrás de las rejas”, dijo el comandante. No, señor. Un demente debe estar en el hospital mental, no en la cárcel. Buscar la palabra precisa es respetuoso con el oyente. El cliché es la expresión de lo petrificado y sin alma. Tan tristemente inerte como la frase trillada en la que ya nadie cree: “Autoridades anunciaron medidas”.