La miniserie documental Cincuenta segundos, que puede verse en Netflix, cuenta la historia de la muerte a patadas de Fernando Báez Sosa, un joven argentino de veinte años, la búsqueda de los presuntos asesinos —ocho miembros de un equipo de rugby—, el manejo del caso por parte de la prensa, la reacción de la ciudadanía y el juicio que se les hace. En el documental se entrevista también a los padres y maestros de víctimas y victimarios, tratando de explicar —hasta donde se puede— un grado tal de violencia juvenil. Imposible no pensar, mientras lo vemos, en el caso reciente que cobró la vida de Jaime Esteban Moreno, a manos —o mejor, a pies— de un par de hombres un poco mayores que él.
Las circunstancias, muy similares —después de una fiesta, a pocos metros de la discoteca— resultan muy reveladoras. En primer lugar, vemos en los victimarios la necesidad de mostrar hombría. Atacar en manada o apoyado por otro individuo, como lo muestra Rita Segato, responde a un “mandato de la masculinidad”, a “la necesidad de dar cuentas al otro, al cofrade, al cómplice”, de que ese mandato se ha cumplido: el de la dominación y la violencia. Ese machismo puede ser también azuzado por aquellas mujeres formadas en la creencia de que la hombría consiste en no tener miedo, mostrarse prepotente y exhibir potencia física o económica. He leído que la chica del disfraz azul —ella la mujer maravilla— retó al agresor —un demonio— cuando le dijo: “¿No que mucho kick boxing? Yo le hubiera pegado más”.
El documental argentino muestra que los principales agresores eran ya unos matones que armaban pelea por cualquier cosa. De Juan Carlos Suárez, uno de los dos agresores colombianos, se sabe que precisamente boxeaba como una forma terapéutica de desfogar sus pulsiones violentas. Segato, muy lúcidamente, explica cómo no se trata sólo de temperamentos, sino de una “formación” del hombre “que lo conduce a una estructura de la personalidad de tipo psicopático —en el sentido de instalar una capacidad vincular muy limitada—”.
Pero hay otro ingrediente que ahora, como cada tanto, ha vuelto a ponerse sobre el tapete en el país a raíz del atropellamiento mortal de una familia, incluidos varios niños, por parte de José Eduardo Chala Franco, quien irresponsablemente manejaba un carro que se le salió de control. Ese ingrediente es el alcohol, cuyo abuso tanto se tolera en esta sociedad tan permisiva; y que no solo se tolera, sino que se promueve y se celebra, como en el desdichado caso de la joven de 23 años que murió en Cali después de aceptar el reto de la discoteca y de su grupo de consumir, uno tras otro, diversos licores. Una moda que se está viendo, según dicen, en varios países. La consecuencia fue que vomitó, broncoaspiró y sufrió muerte cerebral.
El que maneja borracho es un peligro, sí. Pero también están en peligro los adolescentes que se emborrachan en las excursiones de los colegios sin que haya quién los contenga, como denunció Yolanda Reyes en una columna; la mujer que es violentada por un borracho iracundo; y cualquier inocente que es atacado por una nimiedad porque hay alcohol de por medio. En el documental, el jefe de la manada argentina trata de explicar esa violencia colectiva: “La verdad es que habíamos estado tomando”.