Rellena, arroz y papas. Ese era el almuerzo del amigo del taxista que me trajo del aeropuerto.
Me enteré por la animada conversación que sostuvieron por el radioteléfono –mientras en el taxi sonaban, a buen volumen, unos alegres vallenatos–, como también de los horarios de trabajo, de los planes para la noche y de otras cosas que entendí a medias, porque se trataba de “una conversación de vestuario”, como diría Donald Trump, o, en otras palabras, hablaban en “lenguaje de hombres”. Venía tan entretenido mi taxista, que no vio varios semáforos en rojo, o frenó con ímpetu en alguno para no estrellarse. No le peleé, en parte por cansancio, en parte porque sabía a lo que me exponía. Al final, eso sí muy amablemente, me cobró los 26 mil pesos de la carrera.
No todos son como él, dirán ustedes. Y es verdad. Con Jaime, por ejemplo, que a menudo me saca de apuros, conversamos de política, de la ciudad, y hasta de literatura, porque ha leído bastante y es un hombre inteligente y agudo. Pero por cada Jaime, desafortunadamente, hay al menos tres taxistas como el que me trajo del aeropuerto. Por esa razón muchos apelamos a Uber, una alternativa frente al mal servicio de taxis. Pero lo usamos intranquilos, pues debido al limbo en que las autoridades han dejado este tema, corremos el riesgo de ser tratados como infractores o incluso como delincuentes, ya que se trata de un servicio ilegal. Que, sin embargo, sigue ahí después de varios años. ¿Alguien entiende? Da horror ver cómo los conductores de Uber manejan sometidos a la ansiedad de ser “atrapados” en las calles. Las amenazas han cedido, creo, pero hasta hace poco era corriente oírlos alertarse sobre las calles en las que estaban parados “los verdes”. También han menguado las amenazas de los taxis amarillos, que tuvieron su mejor expresión en las palabras de Hugo Ospina, presidente de la Asociación de Propietarios y Conductores de Taxis, cuando anunció, con ese talante pendenciero que hace que las autoridades tiemblen frente al gremio, que “no vamos a dar hora ni día, simplemente cuando se levante la ciudad va a encontrar en todo el país el colapso”. Amenazas que –Antanas Mockus lo recuerda bien– son reales y además generan violencia. De hecho, un conductor de taxi me contó en días pasados que algunos de sus colegas andaban armados con pistolas de balines para, en las noches, romperles los vidrios a los carros de Uber. No sé si eso será verdad, pero como imagen de la situación es perfecta.
Creo que el estado de ilegalidad de Uber ha hecho que el servicio haya desmejorado. Ya lo de la botellita de agua, o los dulces, o el conductor que abría la puerta –pequeños plus que endulzaban el servicio– desaparecieron casi en su totalidad. También la fórmula amable de “qué emisora quiere oír”. Pero más importante que eso: muchos no tienen ni idea de rutas ni usan dispositivos para orientarse y ganar tiempo. Y las tarifas pueden llegar a ser, en horas pico, escandalosas. Todo eso se debe, me parece, no sólo a que aquí todo, como en la ley de Murphy, tiende a empeorar, sino al círculo vicioso en que estamos todos metidos, debido a que las autoridades, cuando no saben qué hacer, apelan al “laissez faire, laissez passer” , seguros de que las cosas se arreglan solas.