Esta historia, de alguien que conozco bien, empieza cuando Jazmín, de veinte años, se enamora de un hombre que la conquista con detalles cariñosos, se va a vivir con él y con su suegra y queda esperando una niña. Con el embarazo comienzan los golpes. La suegra, que siempre fue maltratada por su marido, le da la razón al hijo: si él le pega a Jazmín es porque ella “habrá dado motivo”. Cuando la niña nace, la joven madre expresa su deseo de conseguir un trabajo y le pide a su pareja que le dé la cédula (que él le mantiene confiscada) porque es posible que tenga una entrevista. Él, retador, le dice que se acerque, y Jazmín, temiendo lo peor, sale a la calle. Desde allí ve como Freddy —el hombre violento—, asomado a la ventana, le quema la cédula. Cuando entra, aterrada, él hace que cuente cuántos escalones bajó corriendo hasta la calle. Veinte. Llena unos cables metálicos de nudos y le da un azote por cada escalón.
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Venciendo el miedo, Jazmín se escapa con la niña para una finca. Pero regresa forzada por la necesidad de un trabajo. Su expareja la asedia y reanudan una relación en espacios separados. Tiene una segunda niña. Entonces Freddy compra un apartamento y convence a Jazmín de que vivan todos como familia. Como era de esperarse, los golpes vuelven. Porque llegó después de las ocho. Porque se maquilla. Porque se quiere separar. Temiendo que Jazmín vuelva a escaparse, Freddy jamás la deja con las dos niñas al mismo tiempo. La amenaza es permanente: donde se vaya, le dice, la llenará de tiros y la dejará “con la boca abierta llena de moscas”. Cuando ve que no resiste más, Jazmín va a la comisaría y denuncia el tamaño de la violencia que está sufriendo. Allí —como sucederá siempre— le piden que concilie por el bien de las hijas, que el sicólogo puede ayudarlos a “arreglar sus desacuerdos”. El día en que se deciden a hacerle una citación al marido le piden a ella que se la lleve personalmente.
Los detalles de esta historia dan para un libro. Solo diré que, como Jazmín finalmente huyó con sus hijas, a las que había venido educando sin recibir un peso del padre, este la demandó frente a Bienestar Familiar. Y que, después de muchas querellas, Freddy y la suegra se quedaron con la niña pequeña, de no más de ocho años, a la que durante años le lavaron el cerebro contra su madre. Jazmín, que con el tiempo encontró un hombre bueno, se resignó a no tener contacto con su hija. Hasta hace dos meses que la chica, que ya tiene veinte años, la llamó para contarle una historia: cansada de los golpes que recibía de la abuela y del padre, de los abusos y del encierro forzado, un día les anunció a sus verdugos que se iba de la casa. El padre le gritó que sí, claro, pero que inmediatamente y con el perro. Eran las doce de la noche. Mientras la joven fue por su cachorro, Freddy, a tijeretazos, le destrozó la ropa y las fotos que la joven había empacado y la echó a la calle, gritándole que para él está muerta. Es así como Jazmín acaba de recuperar a su hija.
De miles de hombres como Freddy, que se creen dueños de sus esposas y de sus hijas, de madres machistas que les alcahuetean todo, de autoridades que no hacen nada por las mujeres maltratadas y del rencor de niños y niñas llenos de heridas vienen todas nuestras violencias.