Que los asentamientos veredales de las Farc puedan volverse permanentes no debe asustar a nadie. Por el contrario: como ha planteado la revista Semana, que una parte de los 7.000 guerrilleros que han dejado las armas inicien en esos lugares una vida productiva, integrados a las regiones donde antes hicieron la guerra, puede ser una salida real al hecho de que muchos no saben qué hacer con sus vidas. “El verdadero problema de seguridad nacional —como anota el periodista— sería expulsarlos a una sociedad sin estar preparados a (sic) vivir en ella”. Por supuesto que, para que esta reintegración pacífica sea posible, se necesita de la voluntad del Estado, de la ayuda internacional y del apoyo de la empresa privada, traducida en infraestructura digna, carreteras, capacitación, oferta tecnológica, todo dentro de una apuesta integral por el campo. Porque el campo es, ahora que ya hemos recuperado buena parte de la paz en los territorios, una gran promesa para los colombianos.
Sí, sé que la idea de que los asentamientos provisionales se conviertan en pequeñas aldeas pacíficas suena utópico. Pero es porque las incompetencias recurrentes de los distintos gobiernos han anulado nuestra capacidad de soñar con un país distinto. Y porque muchos colombianos no terminan de creer en las posibilidades transformadoras de la paz. En la misma revista, el director de Corpoica, Juan Lucas Restrepo, nos da esperanza: él cree que con el conocimiento científico de la entidad —que tiene hoy 135 Ph.D e investigadores de 13 nacionalidades— y apoyados en la nueva ley sobre innovación agropecuaria que se tramita en el Congreso, se puede crear oferta tecnológica para el campesinado y desarrollar estrategias de producción para cada zona en particular; por ejemplo, “montar esquemas sencillos para garantizar la seguridad alimentaria de las zonas apartadas” donde se quiere hacer sustitución de cultivos ilícitos y no hay tradición agrícola fuerte. Pues, como denunció Daniel Mauricio Rico, investigador sobre el tema de los cultivos de coca, la sustitución está fracasando porque la plata destinada a las zonas cocaleras “se invierte en los cascos urbanos o en las veredas más cercanas” y no en las más remotas, como debería.
Proyectos como los que adelanta Corpoica nos hacen pensar en la necesidad de invertir en ciencia y tecnología agropecuarias para encontrarle salidas al desarrollo del campo colombiano, pero también en la urgencia de encontrar mecanismos para que esos dineros sean manejados por instituciones confiables y no por los politiqueros regionales que desvían de su objetivo las regalías, como acaba de denunciar la Contraloría General. No es fácil creer en la rehabilitación del campo colombiano, pues hay que luchar contra el temor de los terratenientes a perder sus privilegios; contra las bandas criminales y los rezagos del paramilitarismo y la guerrilla; y, por desgracia, contra el miedo al “comunismo” que se cree pueden imponer los reinsertados desde sus veredas. Habría que recordar que la verdadera forma de impedir que surja un populismo de seudoizquierda como el venezolano es haciendo gobiernos que aprovechen la paz para crear oportunidades, que se la jueguen por lograr que todos los colombianos tengan una vida digna.