Durante la pandemia, que evidenció nuestra fragilidad como especie y nuestra parte de culpa en la aparición del virus, repetimos incansablemente que vivir esa experiencia nos haría ser mejores. Vaya utopía. Es verdad que descubrimos las ventajas de las plataformas, conquistamos el trabajo desde casa, adquirimos la costumbre del tapabocas y generalizamos el uso de tenis y ropa cómoda, pero en solidaridad y justicia nada cambió. Por el contrario, en política la situación mundial ha empeorado radicalmente, y el capitalismo rampante, que ya era desvergonzado en su avaricia, ha afinado sus estrategias voraces.
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En la pospandemia el alza de muchos productos y servicios fue la forma que encontraron la industria y el comercio de reponerse del ahogamiento económico al que estuvieron condenados durante casi dos años. Pero, como era de esperarse, una vez recuperados, se redobló la avaricia corporativa, aunque esta vez disfrazada, en muchos casos, de democracia aparente. El ejemplo más dramático de esto último es el de Avianca, que bajo el sugestivo lema de “el cielo es de todos”, se convirtió, en lo que a servicios se refiere, en una aerolínea de bajo costo, pero conservando la apariencia de empresa de cierta exclusividad. Los pasajes siguieron teniendo precios similares, pero los espacios se achicaron de forma que las caras de los pasajeros dan contra el espaldar que tienen al frente, y todo tiene un precio: la silla, la comida y en ciertos casos, el equipaje. Y algo peor: refinaron aún más el sistema de categorías que reproduce cruelmente las desigualdades sociales. Ya no se trata, como antes, de unos pocos pudientes adelante y el resto de mortales corrientes atrás. No. Hay cuatro categorías, y las más bajas pagan menos, pero así les sirven. Equipaje reducidísimo, imposibilidad de elegir asiento, no se incluye la acumulación de millas, y los cambios tienen un costo adicional. Las cancelaciones de vuelos se volvieron frecuentes: conozco ya tres casos en una semana de vuelos cancelados o pospuestos seis o siete horas, con el consabido perjuicio que eso acarrea. Y resulta que, aprovechando el desorden, los que invitan a eventos envían —como por olvido— pasajes sin silla incluida: páguela usted como pueda.
Otros ejemplos: cada vez más los hoteles engañan. Fachadas inmensas y atractivas, y adentro mobiliarios de pacotilla, mala comida y pésima atención. Carulla, una empresa familiar para los colombianos, ahora en manos de salvadoreños, a pesar de sus precios escandalosos, se parece cada vez más a las tiendas con poca oferta, pero que ofrecen buenos precios porque sacrifican estética y servicio. Y un último ejemplo (aunque podrían ser miles) que indigna: en Jumbo, para ahorrar gastos a costa de recortar empleos, los cuatro o cinco cajeros(as) que atienden, en general con la cara agria del que se siente explotado, deben registrar y empacar al mismo tiempo.
Dizque íbamos a ser mejores, pero lo que vemos como consecuencia de la ambición sin límites es una mayor devaluación humana.
P. D. Insensato y peligroso como antecedente el ensañamiento contra la ANDI, —impulsado, entre otros, por Susana Muhamad—, que tiene mucho que ver con la estigmatización del empresariado por parte del Gobierno.