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Los bogotanos nos hemos acostumbrado a soportar muchas cosas, porque no vale quejarse. A que las aceras estén llenas de obstáculos y de baldosas partidas, que se levantan cuando las pisamos; a que se roben los libros que envían por correo desde el exterior; a ver el centro hecho un chiquero y la séptima peatonal en obra eterna; y a caminar con espejo retrovisor, por aquello de la inseguridad. Sabemos en qué esquina roban espejos, en qué calle hay peligro de que le rompan a uno el vidrio para robarle y por dónde no hay que subir o meterse a ciertas horas.
Por uno de esos lugares por los que muchos intuimos que es mejor no pasar, fue por donde decidió bajar, desesperado por el trancón, Álvaro Torres, el funcionario del Banco de la República que fue asesinado el 9 de agosto por una pandilla de maleantes. Todo parece, al ser narrado, un conjunto de casualidades: las consabidas pedreas de la Distrital, el consejo equivocado de la aplicación Waze, la desinformación o la osadía de un hombre honrado y la ausencia de vigilancia de un lugar donde atracan desde hace años. Pero no se trata, como pareciera, de una encrucijada del destino. O sí. Pero de un destino más amplio que el que trazó esa cadena de circunstancias.
Lo obvio: hace 1.000 años que sabemos —todos, incluida la Policía— que si lo pilla a uno un trancón en la Circunvalar, a la altura de La Perseverancia, corre el peligro de ser atracado. Y aún sin trancón. Hace unos años yo manejaba en sentido sur-norte, a las diez de la mañana, cuando dos muchachos se atravesaron de manera intempestiva blandiendo un tubo de PVC enorme, como extraña arma disuasiva, a fin de hacerme frenar, cosa que por supuesto hice, porque la otra alternativa era atropellarlos. Fue tan brusco el frenazo que el carro se apagó. De inmediato uno de ellos se acercó a romper uno de los vidrios, acción que se frustró porque aparecieron otros carros y menguaron la velocidad al ver que algo raro pasaba. Hoy, en ese sitio propicio para el atraco, las autoridades pusieron reductores de velocidad. Da risa.
La Policía, apenas supo del caso del señor Torres, dijo que ya tenían indicios de quiénes eran. Porque lo saben ellos y lo saben los vecinos. Y nada pasa. Y no sólo porque los jueces los sueltan, a pesar de las muchas reincidencias, sino porque hay algo más que no cambia: el origen del problema. Y este es hondísimo. Un medio nacional, como describiendo el agua tibia, escribió del barrio La Paz que “en ese lugar se conoce por tradición familias que se matan entre ellos o van a la cárcel y luego sus hijos han heredado su actividad delincuencial”. Y es que ese es el origen: barrios marginales, con gente paupérrima, jóvenes sin estudio ni trabajo, entornos excluidos desde siempre y hundidos en la criminalidad. Por supuesto que se necesita más vigilancia policial —y menos hacerse los de la vista gorda— y castigos aleccionadores. Pero mucho más: políticas preventivas, trabajo social de los gobiernos, que a mediano y a largo plazo construya otras opciones para sus habitantes, y, sobre todo, abra posibilidades de futuro para los niños y jóvenes que ven hoy la delincuencia como algo natural y el crimen como un destino.
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