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En columna reciente, Adriana Villegas Botero señaló que muchos periodistas que cubren protestas, manifestaciones, o tarimazos del presidente han dejado de usar los distintivos de los medios en los cuales trabajan por miedo a ser agredidos por personas que rechazan dichos medios por razones políticas. Adriana recuerda que en La Alpujarra las huestes petristas gritaban consignas contra RCN y Caracol, y que Petro atacó a El Colombiano, pero también que la oposición ha agredido dos veces a los periodistas de RTVC.
Tiene que estar muy enardecida una sociedad que intimida así a los encargados de cubrir la información. Lo que está pasando con algunos periodistas debemos leerlo como un síntoma y una señal de alerta: no hay sino un paso entre ocultar por miedo para quién trabajamos, y ocultar las ideas políticas para no tener problemas. Cuando el miedo a expresarse se extiende en una sociedad, lo que está en riesgo es el espíritu democrático y la libertad de opinión, de disentir y de protestar. Sucede sobre todo en las tiranías, que para dominar al ciudadano encarcelan, torturan, obligan al exilio, confiscan bienes y asesinan a los disidentes. Pero en sociedades democráticas —o que simulan serlo—, crear miedo puede ser también una estrategia política de amedrentamiento que lleva a los ciudadanos a la autocensura, el ocultamiento o la sumisión; también a la división y el enfrentamiento.
Es lo que estamos viendo en los Estados Unidos, donde las amenazas de Trump han hecho que personas e instituciones se dobleguen, callen o usen formas oblicuas para expresarse. Las protestas contra el Gobierno han menguado, y muchos de los que marchan van con la cara tapada por temor a represalias. Otros grupos han bajado la voz por temor a las acciones de un gobierno dispuesto a usar de forma implacable la represión. Trump logró silenciar a los universitarios que protestaban contra Gaza, y a los estudiantes extranjeros que ha amenazado con deportación; someter a las empresas que, atendiendo su imposición, están terminando con los programas del DEI (Diversidad, Equidad e Inclusión); atemorizar a los bufetes de abogados que defienden migrantes, y que están siendo hostigados por el presidente, y también a las ONG y las universidades, muchas de las cuales se han plegado al poder autoritario con tal de no perder las subvenciones estatales. Esta semana, para no ir más lejos, la Universidad de Pensilvania, cediendo a las presiones de Trump, vetó la participación de mujeres trans en competencias deportivas. Como consecuencia de la crispación ciudadana, ya hay violencia: hace unos meses, por razones políticas, mataron en su casa a un matrimonio de congresistas demócratas.
¿Cómo, pues, puede un gobierno “democrático” usar el miedo para debilitar a los que piensan distinto? Estigmatizando instituciones, profesiones, grupos por la raza a la que pertenecen; desmantelando programas importantes y sistemas claves para el bienestar de una sociedad; utilizando en el discurso amenazas y chantajes para lograr lo que se persigue, y manipulando masas que siembren desasosiego entre la ciudadanía, como los que asaltaron el Capitolio. Lo triste —para volver a los periodistas— es que, en un país violento, como el nuestro, no es fácil pedirle a nadie valentía.
