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El paraíso perdido

Piedad Bonnett

06 de mayo de 2023 - 09:00 p. m.

En algún momento de la vida, muchos de nosotros, agobiados por el caos urbano, hemos tenido la fantasía de retirarnos a un lugar paradisíaco, apacible, donde podamos dedicarnos a las cosas que nos gustan: caminar, cocinar, leer, oír música, tener un jardín, o todas las anteriores. Infortunadamente, ese sueño a muchos casi nunca se nos cumple. Pero hay quien hace todo lo que puede por hacerlo realidad, y ese es el caso de mi amiga A, cuyo nombre me reservo por razones que comprenderán enseguida.

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La ilusión de A de apartarse de la ciudad tenía un asidero: a la muerte de los padres había heredado una casita sencilla donde su familia iba a pasar vacaciones cuando era niña. Situada frente a una playa del mar Caribe, en una zona de manglar, las condiciones agrestes y la lejanía de todo, en vez de amedrentarla, la entusiasmaron, entre otras cosas porque en esa zona ella creó hace ya muchos años una pequeña biblioteca para niños, con la que ahora podría tener una cercanía estimulante, que le daría sentido a su retiro. Convencer a su pareja de aquella aventura no fue fácil, pero cuando lo logró se embarcaron en la tarea de hacer de ese lugar básico un hogar cómodo, donde sencillez y libertad marcaran un estilo de vida. El marido de A hizo él mismo los planos. Vendieron los muebles de su casa bogotana, se llevaron otros, sus libros, su música, y en 2019 empezaron una nueva vida. La pandemia hizo que durante dos años su cotidianidad fuera como la imaginaron: un retorno a lo elemental, al goce de la naturaleza y del silencio. Pero cuando volvió la “nueva normalidad”, como en los cuentos de miedo, llegó el monstruo. Un monstruo que pulula en Colombia, de manera incompasiva: el ruido.

Al lado de su casa, la mansión de unos poderosos de la región, que había permanecido desocupada, fue convertida en Airbnb. De lunes a domingo, indefectiblemente, llegaban huéspedes. No familias ruidosas y alegres, sino personajes en estrepitosas camionetas de lujo, de esas que tienen vidrios polarizados, que armaban tremendas rumbas que empezaban al mediodía y terminaban en la madrugada. Mi amiga A me mostró las fotos de los enormes parlantes instalados al aire libre, de cara a la playa, donde perennemente tronaba la música. Como suele pasar en esos casos, el intento de defenderse del ruido comenzó con quejas directa al administrador del lugar quien, como en los restaurantes donde uno pide con una sonrisa que por favor le bajen un poquito al volumen, le respondía que claro, que de inmediato, sin hacer nada. Las noches de insomnio empezaron a irritar a la pareja, que acudió entonces a las querellas y a la firma de pactos con el dueño de la casa, que jamás se cumplieron. Los niños de la biblioteca ya no iban a leer ni a hacer sus tareas allí porque el ruido era insoportable. Lo que empezaron a sospechar los soñadores que luchaban por recuperar el silencio era que la policía del pueblo estaba de parte de los dueños. Un día empezaron a llegar las amenazas: “no joda más, vieja h.p., o va a ver lo que le pasa”. Finalmente, el director de policía les dio un consejo: “esa gente tiene poder y es peligrosa. Les aconsejo que se vayan”. Y aquí están de nuevo, en la ciudad, resignados a la pérdida de lo que alguna vez fue su paraíso.

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