EN 2004, MÓNICA FLÓREZ, COMUNIcadora de la Universidad del Quindío e investigadora etnográfica, se disponía a adelantar un doctorado en la Universidad Autónoma de Barcelona.
Aunque ya había sido aceptada e ICETEX le había concedido un préstamo, le fue negada la visa. Todavía aturdida por el golpe, Mónica optó por regresar, después de 20 años, a su natal Pijao, un pequeño pueblo tan hermoso como olvidado, situado al sur del Quindío, en medio de un magnífico entorno de montañas, páramos y valles. Allí la sorprendió el atraso en educación, salud y cultura ciudadana, causado en parte por la caída del pacto cafetero, el terremoto del 99, la toma guerrillera del 2001, pero también por los incompetentes manejos políticos y por la inercia de sus habitantes, que se sentían marginados del resto de la región. Ese viaje iba a cambiar su vida.
Hoy Mónica lidera en Pijao una campaña para unirse al Movimiento Internacional Cittáslow (Cittá: ciudad - slow: lento) o Ciudades tranquilas, que tuvo origen en Italia en los 80, y que pretende mejorar la calidad de vida de ciudades y pueblos de menos de cincuenta mil habitantes. Cittáslow fomenta la disminución de la contaminación visual y auditiva, la agricultura sin pesticidas, la recuperación de la gastronomía local, y la conservación arquitectónica, entre otras cosas. Como no se trata de una mera idea romántica, Mónica se postuló en 2007 para concejal y salió elegida. La pelea que ha dado es tan dura –ha sido objeto tanto de burlas como de agresiones– que otros ya se habrían dado por vencidos. Ella no. Desde la Fundación Pijao Cittáslow lideró un proyecto de recuperación de fachadas, ha hecho campañas contra el ruido y adelantado capacitaciones en inglés para niños y jóvenes con ayuda de extranjeros. También logró que el SENA asesore la creación de huertas caseras y la producción de mermeladas, y ya sueña con la consolidación de una ruta turística alimentaria. Hoy por hoy su proyecto de Turismo Responsable tiene el respaldo y acompañamiento de muchos, entre ellos el de Klaus Erhlich, presidente de Turismo Rural Europeo.
Precisamente por turismo responsable clama el viajero que llega a conocer la llamada zona cafetera, una de las regiones más fértiles y hermosas de Colombia, que desde hace ya unos años atrae a cientos de colombianos y extranjeros. Porque fuera de los extraordinarios paisajes, de la amabilidad de sus gentes, y de algunos lugares hermosos como el Museo del Oro de Armenia o el jardín botánico de Calarcá, lo que ve puede entristecerlo. Si usted va a Salento o a Filandia en un día de fiesta o en alta temporada se encontrará con que ni siquiera puede apreciar el conjunto de la plaza central, con sus bellos cafés y su atractiva arquitectura –por lo demás a veces retocada hasta volverse de un pintoresquismo chocante– pues el despliegue de carpas afuera de los locales y en los parques mismos impide toda perspectiva. A ese conjunto abigarrado se suman los montones de carros y camiones que se parquean alrededor de la plaza o se desplazan ruidosamente abriéndose campo entre los peatones. De cada uno de estos locales, para acabar de ajustar, emanan las más estridentes músicas, sin ningún control de decibeles por parte de las autoridades. En las calles del comercio, al lado de unas pocas artesanías locales, lo que proliferan son las chucherías made in China. Los alcaldes locales y la Secretaría de Turismo regional parecieran indiferentes frente a esta atroz polución que desencanta y hasta escandaliza. El manejo del turismo en esta y otras regiones de Colombia tiene otros problemas que desbordan este espacio. Baste decir que aunque no se persiga el modelo Cittáslow las ciudades de esta zona tendrían que plantearse modelos más amables y gratificantes de acogida a un turismo que tendría muchas razones para multiplicarse.
