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Petro y la poesía

Piedad Bonnett

14 de septiembre de 2025 - 12:07 a. m.

Cada tanto en redes, en columnas, en arengas políticas de sus detractores, nos encontramos con que se califica de poesía la retórica del presidente. Un joven “emprendedor” le espeta en X: “La patria no necesita versos, sino certezas”. Un medio titula: “Petro responde con poesía a Uribe”. Un columnista le reprocha: “Como si un poema en Twitter pudiera sustituir a un helicóptero…”. El alcalde de San José declara: “El presidente viene, da un discurso en poemas y se va, pero tangiblemente no hay apoyo a los entes territoriales”. El mismo presidente Petro, con su desmañado uso del lenguaje, se pronuncia con una hipérbole sobre la importancia de la poesía: “Quien no le gusta el poema es porque su corazón está muerto”. Ninguno tiene razón. Ni el que no ama la poesía tiene muerto el corazón, ni las imágenes pomposas de Petro son poesía, ni la poesía es lo que todos creen cuando hacen estas afirmaciones.

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Para empezar, no a todo el mundo le tiene que gustar la poesía, como no a todos nos gusta el fútbol o la culinaria. Eso no significa que tengan muerto el corazón. Pero, además, a muchos de los que no les gusta la poesía es o porque nunca pudieron llegar a ella —bien porque en sus casas nunca la tuvieron a mano, o porque los maestros no supieron estimularla— o porque, llevados por un pragmatismo ramplón, consideran inútil todo lo que no traiga recompensa visible. Para estos últimos la poesía es algo vaporoso, sin función, palabras edulcoradas o mero blablabá. Y no solo lo piensan los ignorantes, sino personas ilustradas, como la connotada política que hace unos años dijo “eso es pura poesía”, queriendo decir “es pura paja”.

Petro no hace poesía, porque la primera condición de esta es el rigor, una cualidad que él no tiene, ni siquiera cuando habla de kilos de lechona. El rigor de la poesía no es el de la ciencia, ni el del ensayo o la historia, sino uno paradojal: el que busca la palabra precisa para decir lo indecible, el misterio de la vida, o para señalar lo absurdo o lo injusto, pero desde una libertad en el uso del lenguaje que lo saca de la mera funcionalidad comunicativa. Y aunque la poesía nos habla siempre desde un lugar oscuro, que va más allá de la razón, desde esa oscuridad ilumina y conmueve, como en estos versos de Miguel Hernández, en los que se duele de la muerte de su amigo Ramón Sijé: “No perdono a la muerte enamorada/ no perdono a la vida desatenta/ y siento más tu muerte que mi vida”.

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La poesía también es síntesis —lo contrario al derroche palabrero—, belleza y hondura y emoción concentrada, y otras muchas cosas sobre las que se han escrito magníficos ensayos. Y es también todo lo contrario a lenguaje ornamental, a mera versificación, palabrería vacua, sentimentalismo, lugar común o grandilocuencia. Ahora bien: que Petro haga seudopoesía cuando habla de “expandir el virus de la vida por las estrellas del universo”, no es algo que le haga mal a nadie, salvo, tal vez —y ni siquiera— a él mismo. Lo triste es que tanta gente siga pensando y diciendo alegremente que eso es poesía. Y que esta, una de las manifestaciones más altas del espíritu, siga siendo caricaturizada o mirada con desdén en un país que ha tenido tantos y tan buenos poetas.

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