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El romántico

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Piedad Bonnett
24 de septiembre de 2023 - 02:00 a. m.
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Pertenezco a una generación que se vio profundamente influenciada por la Revolución Cubana. Admiramos fervorosamente a esos jóvenes que encabezaron el levantamiento en la Sierra Maestra y que firmaron un manifiesto en que expresaban su “deseo de poner fin al régimen de fuerza, las violaciones a los derechos individuales, los crímenes infames” y que anhelaba “el encauzamiento democrático y constitucional del país”. Perseveramos en ese sueño porque es difícil renunciar al romanticismo político, y porque la utopía comparte con el pensamiento religioso un fervor que reta al pensamiento racional. Pero hace ya mucho que es ingenuo o fanático el que no acepte que la revolución cubana no solo no pudo sostener sus importantes logros, sino que incurrió y sigue incurriendo en graves violaciones contra los derechos humanos.

Cuando el presidente Petro escribe que “los Castro cuidaron que los niños (sic) tuvieran comida, salud y educación (…)” y que “quizá sea peor la dictadura del que cree que es bendito el matar (sic) a 6.402 jóvenes, pensando que así termina el comunismo, que aquella de los Castro”, muestra que no superó su visión romántica de la revolución cubana. Y es que Petro, un político romántico, se relaciona con la realidad básicamente de manera emotiva. Algo no necesariamente malo si se combinara con sentido de la realidad, un caso poco frecuente porque, como dice Manuel Arias Maldonado en La democracia sentimental, el romanticismo político “introduce un elemento utópico cuya abstracta vaguedad induce la suspensión del juicio racional a través de un estilo hiperbólico…”.

A Petro, como a don Quijote, lo impulsan grandes ideales y deseos de cambiar el mundo, pero su discurso, muy elocuente –como el del sublime loco cervantino– no solo cae tiro tras tiro en abstractas vaguedades, sino en ligerezas, confusiones e ingenuidades. Si examinamos el tuit sobre Cuba, que escribió para denostar a Duque, vemos que encierra una idea absurda: que los falsos positivos tenían como objetivo terminar con el comunismo. Una afirmación así le quita credibilidad. Y en su discurso ante la ONU, vemos que, aunque señaló algunas importantes y necesarias verdades, incurrió en ingenuidades como equiparar el daño de la cocaína con el del petróleo, o en pedirle a las Naciones Unidas reformar el sistema financiero mundial sin esbozar siquiera cómo hacerlo. Imposible no pensar en el loco que pelea con molinos de viento.

El discurso del romanticismo político –una expresión del populismo– suele usar un tono grandilocuente y emocional, de raíz mesiánica. Lo sostienen a menudo la indignación y el resentimiento. Todo en él tiende a la hipérbole. Por eso, la alerta de Petro sobre la destrucción del planeta, tan necesaria, se convierte casi en caricatura cuando adquiere visos apocalípticos. Y por eso no convencen lemas como “la paz total”, “potencia mundial de la vida” (a la que algún sensato le quitó ya “mundial”) o “el país de la belleza”, una abstracción propagandística vacía. Arias nos recuerda que Habermas usa un argumento imbatible para criticar el romanticismo político en el que podemos inscribir a Petro: que exalta lo extraordinario a expensas de lo cotidiano y encierra “un desprecio de la razón administrativa en beneficio de la razón poética”.

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