Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Hoy muchos colombianos diremos Sí a la paz, y lo haremos con alegría, porque la firma del tratado nos ha devuelto lo que la guerra nos quitó durante años: la posibilidad de soñar con un país distinto.
Vencidos por la violencia, varias generaciones vivimos con la triste certeza de que no estaba en nuestras manos acabar con las masacres, las muertes de soldados y guerrilleros, los secuestros, el desplazamiento forzado, la sustracción de buena parte del territorio. La guerra se incrustó en el cuerpo de nuestro país como un mal natural e insuperable, y de paso degradó moralmente esta sociedad hasta límites insospechados. Pero como no hay mal que dure 100 años, resulta que las circunstancias cambiaron, y que la conjunción de muchas voluntades permitió lo que parecía imposible: si hoy gana el Sí la guerra con las Farc habrá terminado.
Los investidos de negro, los perpetuadores del pasado, los incapaces de abrirle una ventana a la esperanza, nos mirarán, sombríos, desde su rincón de desconfianza. Pero resulta que si el Sí gana, la mayoría no sólo habrá dado legitimidad al acuerdo firmado por el gobierno y las Farc, sino que tendrá el derecho de exigirles que sean consecuentes: que dejen las armas, que se haga justicia, que haya reparación y no reincidencia. Pero, además, una vez pase la jornada electoral y muera la euforia, los que votamos Sí quedamos comprometidos a luchar por ese país distinto que anuncia el acuerdo de paz. “Todo lo que se ha propuesto en el Acuerdo es riguroso, claro, realizable”, ha dicho John Paul Lederach, un experto internacional en mediación de conflictos. Tendremos, pues, que lograr que haya acceso de los campesinos a la tierra —hoy el 75% de ellos ocupa el 5% del territorio rural—; que la educación sea una oportunidad para todos, que mejore el sistema de salud, que el Estado defienda el medio ambiente, que haga del territorio un lugar más seguro y que combata la corrupción que se traga los recursos que mejorarían la vida de los más pobres. Tendremos que luchar por eso que unos pocos tanto temen.
Suena difícil, sí, casi imposible. Pero resulta que la firma de la paz, que Santos hábil y esforzadamente logró, tiene que ser mucho más que el cese de un conflicto armado: una gran oportunidad, un campo abierto que debemos sembrar de acciones. No olvidemos que buena parte de esta guerra tuvo origen en la falta de justicia social, en la debilidad del Estado y en la codicia y la indiferencia de nuestros dirigentes. Lo que Colombia necesita ahora es una renovación de su clase política: necesitamos gente honesta, dispuesta al cambio. No son las Farc, por supuesto, los que van a lograrlo —y no sólo porque los colombianos no olvidamos que sus acciones de guerra fueron de una crueldad vergonzosa, sino porque su retórica es desueta y sus modelos políticos anacrónicos—. Pero tampoco será posible con los políticos tradicionales, los marrulleros y oportunistas que sólo piensan en votos y puestos, muchos de los cuales estaban en la Plaza de Armas de Cartagena. La única arma de los que creemos en la paz es el pensamiento crítico, la beligerancia que nos impone el Sí, y el voto responsable al que nos obliga la democracia, esa a la que finalmente han accedido las Farc.
