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Una característica del viejo coronel protagonista de El coronel no tiene quien le escriba es que detesta que en su presencia digan lo que nuestras mamás llamaban malas palabras. Tampoco él las dice, por supuesto. Por eso resulta tan significativo que después de meses de luchar con dignidad contra la pobreza, la enfermedad y el dolor de un duelo, a la pregunta de su esposa sobre qué van a comer a partir de ahora, el coronel conteste: “Mierda”. Es la última palabra del libro y su poder radica en que el coronel la dice, transgrediendo su propio mandato, para dar cuenta de toda su desesperación y su rabia.
Las que llamamos “groserías” a falta de mejor nombre tienen una función importante en cualquier lengua, pero el abuso de ellas las debilita o las banaliza. Su eficacia y su sentido, además, dependen mucho del contexto. Tienen razón quienes minimizaron el “malparidos” de Jorge Robledo refiriéndose a los hermanos Galán, pues lo dijo en una conversación privada que, desgraciadamente para él, lo cogió con el micrófono abierto. Lo mismo que le pasó a Angélica Lozano cuando dijo, refiriéndose a Gustavo Bolívar, que “con esos hijueputas no se puede hacer nada”. Es lógico que nos muramos de la risa ante estas embarradas (para no decir cagadas) que hicieron que estos honorables senadores quisieran meterse debajo de la tierra y tuvieran que disculparse. Porque una cosa son esas expresiones dichas en privado, y otra, cuando son dichas en escenarios públicos a voz en jarro. A Alejandro Gaviria, autor de Siquiera tenemos las palabras, no le lució tanto como a su hijo lo de “una hijueputa encuesta”. Y fue por lo menos extraño oír a Jennifer Arias en la Cámara —de la que sigue siendo su presidenta a pesar de habérsele probado plagio— cuando le gritó a Juan Carlos Losada: “Marica, ya no más, ya no más”, a lo que Juan Carlos contestó, a manera de disculpa: “El man está disparando contra mí, güevón”. Dos niños bien hablando en jerga adolescente, algo que no extrañaría de no ser porque fue pronunciada en un recinto que se supondría respetable.
Recuerdo que en los pasillos de los Andes era corriente oír a los estudiantes tratándose con la finísima expresión “gonorrea”. Y es que, como dice un amigo mío, el lenguaje de las élites en este país se lumpenizó, tal vez porque es un signo de “cheveridad” hablar como los sicarios que nacieron con el narcotráfico. Ahora bien: en la boca ebria de la mayor Sonia Cuesta, de la Dirección de la Policía de Bogotá, la palabreja va más lejos: “Yo fui su comandante, a mí me respeta, gonorrea”. Qué manera tan respetable de exigir respeto.
“Güevón” y “marica”, por manoseadas, terminaron por ser palabras huecas o hasta cariñosas, pero significan otra cosa, claro, cuando van en una frase amenazante como “le rompo la cara, marica”. Entonces habría que mencionar aquí, para terminar, el insulto, tan popular y celebrado ahora entre ciertos “líderes de opinión” o “influenciadores”, que en vez de recurrir a todo lo que la lengua ofrece, a la argumentación hecha con ironía y sarcasmo, es decir, con inteligencia, apelan, ahí sí, a lo grosero, que es, según una de las acepciones del diccionario, “basto, ordinario y sin arte”.
PD. Un abrazo solidario para Claudia López, que, dígase lo que se diga, es una trabajadora incansable.
