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El visionario

Piedad Bonnett
21 de junio de 2020 - 05:00 a. m.

Entre las lecturas hechas en mi confinamiento destaco un libro al que estaba esperando llegar y que no pudo resultar más pertinente ni más iluminador para este momento. Se trata de La invención de la naturaleza, de Andrea Wulf, un recorrido por la vida de Alexander von Humboldt, basado en una investigación descomunal y escrito con gracia y talento. Al leer, los que sólo sabíamos generalidades sobre el expedicionario y científico alemán quedamos impactados de ver cuánto le debemos a este personaje apasionado por el saber, capaz de ascender a más de 6.000 metros, soportando el frío más intenso , con los zapatos destrozados y los pies sangrantes, sólo para observar la vegetación y el comportamiento del Chimborazo.

La autora describe la personalidad avasallante y excéntrica de este hombre, famoso por la rapidez de su palabra, su pensamiento abarcador y su curiosidad, que lo llevó desde México hasta Ecuador y Perú, y después por Estados Unidos, Rusia y Mongolia, enfrentando climas malsanos, riesgos de muerte y más de una epidemia como la actual, entre ellas una de ántrax que mató a miles de hombres y animales en Rusia. El mismo hombre que gastó en ello la herencia de su adinerada familia y terminó viviendo en una austeridad radical sin que le importara un pito, en medio del respeto del universo entero. Pero, sobre todo, fue un visionario que descubrió, a fuerza de observación y estudio, que la naturaleza es una red de conexiones infinita donde, “si se tira de un hilo, puede deshacerse el tapiz entero”. “Su obsesión era buscar las conexiones que unen todos los fenómenos y todas las fuerzas de la naturaleza”.

Ya en 1800, durante su viaje por Venezuela con Bonpland, Humboldt alertó sobre el cambio climático y sobre cómo acciones nocivas como la deforestación podrían “repercutir en las generaciones futuras”. Y señaló también las terribles consecuencias ambientales de la ganadería intensiva, algo que a muchos hoy todavía no les conviene aceptar. Liberal ilustrado, creyente absoluto en el poder de la educación, Humboldt denunció la crueldad del colonialismo español, su capacidad depredadora del medio ambiente y la forma como alimentaba “los recelos entre las distintas razas y clases”. Aunque admirado por Jefferson y por Madison, políticos que proponían gobiernos agrarios, no les perdonaba su racismo y fue un abolicionista furibundo, convencido de que no hay razas superiores.

El libro muestra, además, de manera espléndida, una época fascinada por el conocimiento científico. Y rastrea la influencia de Humboldt en Bolívar, en Darwin y en poetas como Goethe —que lo adoraba— Thoreau, Emerson, Wordsworth y Coleridge. Porque, y esto es definitivo, Humboldt se aproximó siempre a la naturaleza no como un frío clasificador, sino a través de las emociones, que se encargaba de traducir en un lenguaje que mucho le debe a la poesía, a la que reverenciaba. Desgraciadamente, como hoy, Humboldt tuvo que ver también cómo ascendía al poder el pensamiento reaccionario. “En todas partes, pensaba, la esperanza del cambio había quedado aplastada”.

En estos tiempos tristes, este libro maravilloso nos conecta con la sensibilidad creadora, el poder de la mirada inteligente sobre el universo y el saber compartido con generosidad. Cosas que tanto escasean.

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