Los líderes del No declaran que el país votó por ellos.
Suena bien, pero no es cierto, pues el No le ganó al Sí por apenas un 0,43% y la abstención fue del 62%. Más de 21 millones de ciudadanos decidieron no votar. Estos resultados desconcertantes nos han puesto, otra vez, a preguntarnos en qué país vivimos. La respuesta daría para muchas páginas, pero podemos empezar por decir que son tales las diferencias entre los colombianos, que mientras en las grandes urbes estamos en el siglo XXI, hay regiones donde se vive como en el medioevo e incluso en la prehistoria. Algo que, sin embargo, no concuerda con los comportamientos políticos: mientras que en Medellín, “la más innovadora” y “la más educada”, se expresó mayoritariamente el pensamiento ultaconservador, en las regiones más apartadas y golpeadas por la violencia ganó el progresista Sí de una manera contundente.
El resultado del plebiscito nos ha permitido ver los distintos países que hay dentro del mismo país, muchos de los cuales ni se tocan. Estos son algunos: el de Los Indolentes –los mismos a los que Policarpa Salavarrieta llamó así hace más de dos siglos— que revela un pueblo sin educación ni conciencia política, al que podemos juzgar como irresponsable, pero cuya abstención puede explicarse también por su desconfianza en los partidos, en el sistema electoral y en una democracia que no les ha significado equidad y oportunidades. Su indolencia es en parte el resultado de años de exclusión y promesas incumplidas. El de Los tibios, que habiendo podido influir en la opinión se mostraron retrecheros y eludieron el compromiso con la paz diciendo todo el tiempo sí pero no. Entre ellos están los jerarcas de la Iglesia católica, algunos columnistas y, por supuesto, Vargas Lleras, que nadando entre dos aguas sólo le está apostando a su futuro político. Y el país de Las víctimas, las más generosas a la hora de votar, porque saben que sólo concediendo y conciliando puede conseguirse la paz, para ellas un don preciado porque han vivido en carne propia la violencia de la guerra.
Pero también fue más visible que nunca el país del odio y el deseo de venganza (que no es, necesariamente, el de todos los que votaron No); ese al que no le importa que persista el estigma de pueblo bárbaro que nos persigue, ni que sigamos condenados a cien años de soledad porque no supimos aprovechar esta segunda oportunidad sobre la tierra. Su líder, que ahora se viste de oveja para disfrazar su irresponsabilidad, y sus incondicionales, usaron el plebiscito para perpetuar el país reacio al cambio, anclado en una idea única de familia, de educación, de sexualidad. Con sus mentiras lograron que muchos colombianos sucumbieran al miedo irracional al viejo fantasma del comunismo y les dieron argumentos a los que votaron No por temor a perder sus privilegios. Desgraciadamente, estas distintas caras del país, sumadas, nos muestran que la Colombia que prevalece es la retardataria, terca, ultraconservadora, o la pasiva, de espaldas a su propio futuro. Aún así, los más de seis millones de colombianos que votamos por el Sí (más los arrepentidos) seguiremos, combativos, tratando de abrirle una puerta a la esperanza.