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Enfermedad e incomprensión

Piedad Bonnett

17 de marzo de 2018 - 09:00 p. m.

Me puedo imaginar al padre, que la noticia menciona “de pie en los pasillos del bloque E de los juzgados”, con el corazón encogido y paralizado por el miedo. Sí, sobre todo el miedo. Ese dolor que ahora siente no es nuevo. Ni tampoco ese miedo. Lo sintió ya cuando descubrió que su hijo tenía una enfermedad mental. Esa que el psiquiatra describe como “trastornos de la sensopercepción (que no le permite organizar la información sensorial, producto de una lesión en el sistema nervioso)” y “de alucinaciones, sin ser una persona violenta”. El informe añade que el joven constantemente “camina, se sienta, se levanta, cierra los ojos, bosteza”, no puede entender lo que le preguntan, y que su trastorno lo obliga a consumir un medicamento de por vida.

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Ese mismo muchacho, en un descuido de sus cuidadores, cometió “acto sexual ante dos menores de edad” que estaban con su niñera en un gimnasio de su edificio; “actos inmorales” que las cámaras dirán si entrañaron o no peligro para la bebé, como dice su niñera. Pero ese muchacho, con enfermedad mental, es enviado, preventivamente, ni más ni menos a ese espacio de horror que es la cárcel Modelo, porque, como me explica un psiquiatra, el sistema judicial es obtuso e inhumano: condena al enfermo que delinque a las cárceles, donde su vida se vuelve aún más indigna, más insoportable. Yo pregunto: ¿por qué no a un hospital, donde sepan controlarlo y protegerlo, y de paso proteger a los otros de su insania? ¿De qué tamaño es la desconfianza social que hace que un juez no crea en el dictamen del psiquiatra y en el testimonio de un padre? ¿Es que ese juez no está en capacidad de ver la perturbación de un paciente con síntomas tan evidentes? Pero además: ¿qué añade el periodista aclarando que es hijo de un funcionario de la ONU (o de un talabartero o de un maestro)? ¿Es justo que lo saquen en los medios, escoltado por la Policía, antes de probarle nada?

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La sociedad sabe poquísimo de la enfermedad mental. No es capaz de comprender un cerebro que ha perdido su ruta, que hace asociaciones incoherentes, que percibe distinto y se extravía. Se burla de los “locos” y los aísla. Está comprobado que sólo un porcentaje mínimo de enfermos mentales hace daño a otros. La mayoría de los que ejercen alguna violencia, lo hacen sobre sí mismos. Se matan, porque no resisten sus tristes vidas: la depresión, el aislamiento, el insomnio, las voces, las alucinaciones.

En artículo reciente en El País, Rosa Montero escribió: “los pacientes aquejados por estas dolencias sufren un rechazo social tan feroz que el problema ya no es sólo que tengan que ocultar su condición, sino que lo más importante es evitar que se oculten enteros, es decir, que el ostracismo les encierre en sus casas y les fuerce a una vida de reclusión y aislamiento”. Y nos cuenta de una fecha que quizá sea clave para empezar a combatir el estigma: “el día del orgullo loco”, que el 20 de mayo propondrá “darle la vuelta a la tortilla y salir del armario para decir: «Sí, tengo esquizofrenia, ¿y qué pasa?»”.

Pero mientras logramos esa conquista, imposible no dolerse de que muchachos como este sean llevados, sin medir el daño, a esperar un dictamen en una cárcel repleta de ladrones y asesinos, esos sí perfectamente cuerdos.

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