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El 2 de junio, El Espectador publicó un editorial con el que estuve en profundo desacuerdo. Es más, me escandalizó. Se titulaba “La crisis de la educación y sus respuestas” y planteaba la urgencia de despertar “a la realidad del mercado laboral moderno”, que exige hoy ante todo una educación técnica y tecnológica. “¿Para qué gastar tanto tiempo —se preguntaba— si lo que me pide el mercado son habilidades que tienen que estar en actualización cada semestre?”. Esos enunciados iban acompañados de una afirmación muy concreta: que la educación universitaria, con su modelo de pregrado, postgrado y especializaciones, resulta ya obsoleta porque “ha perdido su capacidad de garantizar mejores ingresos y mayor reputación”.
Mis argumentos en contra son tantos que no cabrían en una columna, así que pido perdón por la inevitable simplificación. Comienzo por decir que no tengo nada contra las carreras técnicas y tecnológicas, una opción para los que encuentran que ellas les proporcionarán satisfacción, además de ingresos dignos. Y hablo de satisfacción porque el editorial ignora eso que se llama vocación o pasión, algo fundamental en la vida para que el trabajo no sea solo una rutina mecánica y sin sentido. Pero, además, y este es mi primer argumento, escoger un oficio sólo porque se puede aprender “de manera rápida y ágil”, porque así lo demanda el mercado, es promover el pragmatismo raso propio del capitalismo más salvaje. Todo saber, y el adiestramiento tecnológico también, necesita inscribirse en un marco ético y de responsabilidad social que no se adquiere a las volandas, y que ahora que nos abocamos a la IA es más urgente que nunca.
Decía Nuccio Ordine, el autor de La utilidad de lo inútil: “Cuando surge esta idea del saber útil (…), de mirar sólo el mercado, significa que hemos perdido la idea de la importancia del conocimiento como experiencia en sí: estudiar para ser mejores”. Y “(…) la dignidad de la enseñanza es casi inexistente en todo el mundo, porque hoy el valor de la persona es el dinero que gana. Y esto es una estupidez: un buen profesor puede ganar poco, pero es fundamental para el futuro de una nación y de sus jóvenes”. Lo que estamos sacrificando, dice, es “lo que Einstein llamaba la ‘divina curiosidad’”.
Cuando el mercado lo rige todo, comenzando por la educación, como parece ser el principio rector del capital, el pensamiento crítico y la conciencia social desaparecen. Dos virtudes que un tipo como Trump, representante supremo de esta tendencia, desprecia cuando persigue la universidad y la ciencia —su secretario de salud es antivacunas y él mismo recomendó en algún momento “una inyección de desinfectante” contra el COVID— y cuando se rodea de ricachones que pasan por encima de todos los valores éticos. No estudies, enriquécete: lo que piensan tantos influencers que multiplican estupideces en las redes.
Es verdad que las universidades necesitan renovar sus pedagogías y reconsiderar los tiempos cuando las carreras son muy largas, pero la solución no es tan complicada: que ellas incorporen carreras técnicas y que los tecnológicos desarrollen habilidades, pero siempre a la luz de la conciencia ética, democrática, ecológica. Y eso no se logra a toda carrera y pensando solo en el mercado.
