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Excesos de Estado

Piedad Bonnett

31 de octubre de 2015 - 09:00 p. m.

A 30 años del holocausto en el Palacio de Justicia, el país vuelve a reflexionar sobre las distintas violencias que allí se desencadenaron.

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Se creería que la reciente identificación de los restos de tres víctimas de la retoma, y la vinculación formal de 14 militares a una investigación sobre torturas, nos acercan al esclarecimiento de lo que pasó en esas horas de horror desencadenadas por la insensatez delirante del M-19. Desafortunadamente la verdad está todavía lejos, pues las “irregularidades” posteriores a la recuperación del Palacio fueron tales, que no sólo seguimos sin saber cómo murieron esas personas, sino que otras, que se suponían identificadas, hoy cobran condición de desaparecidas.

Así y todo la verdad se abre paso poco a poco. Que hubo ocultamiento de pruebas por parte de las autores de la retoma, manipulación de la escena, y amenazas a los sobrevivientes lo denunció la Comisión de la Verdad hace seis años. Y que a algunos de los que escaparon vivos del Palacio de Justicia, presuponiendo que eran guerrilleros, los torturaron en instalaciones militares, es algo ya comprobado: en noviembre del año pasado la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al Estado por las torturas de cuatro de personas afectadas, entre ellas Eduardo Matson y Yolanda Santodomingo, que han dado testimonio de los vejámenes a los que fueron sometidos.

Leer los testimonios produce escalofrío. Carlos Medellín, hijo de uno de los magistrados, dice que vio en el primer piso “manos, medios cuerpos calcinados, hasta cabezas” traídos de los pisos restantes, y “las cenizas literalmente barridas desde los pisos posteriores”: un adefesio procedimental que no se explica. El hijo de María Isabel Ferrer, una visitante casual del Palacio, cuenta que “los guerrilleros sí estaban completos y no tenían siquiera una quemadura (…). Yo salí a hablar con medios e informé eso. Luego me llamaron a mi casa, alguien que se identificó como militar, a decirme que me callara por mi conveniencia. Y me callé…”.

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Que guerrilleros y paramilitares son culpables de infames atentados contra los derechos humanos es algo que nadie niega. Pero aterra pensar en la proporción de violencia que las llamadas fuerzas del Estado han añadido a esta guerra, por supuesto no a la hora de luchar contra los que están fuera de la ley, sino cuando han actuado con perversas alianzas y frío cálculo. Las investigaciones las vinculan con el exterminio de los militantes de la UP ( por estos días aparece la versión de que Antequera no fue asesinado por un sicario sino por un escolta del DAS); con la muerte de Galán; con la de Álvaro Gómez Hurtado; con la de en la del investigador Alfredo Correa de Andreis; con las desapariciones en la llamada Operación Orión; en muchas masacres, por acción u omisión, apoyando a los paramilitares; y en los más de tres mil casos de los aterradores falsos positivos, que siguen en impunidad casi total.

No hay lesión más difícil de reparar que la causada en un pueblo por el abuso de poder de las fuerzas llamadas a ser soporte de la institucionalidad. El país debe saber la verdad de sus excesos, aplicar justicia, pedir que reparen a sus víctimas. Por el bien de las mismas instituciones y para que haya la paz que buscamos.

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