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En su sección “De labios para afuera”, El Espectador cita las palabras de Yoshiro Mori, presidente de los Juegos Olímpicos de Tokio, dichas durante una rueda de prensa: “Las mujeres tienen dificultades para terminar (sus intervenciones), lo cual es molesto (…) Si aumentamos el número de miembros directivos femeninos, tenemos que asegurarnos de que su tiempo para hablar se restrinja un poco (…) Hay unas siete mujeres en el comité organizador, pero todas entienden su lugar”. Podríamos excusar las babosadas de Mori, un hombre de 83 años, diciendo que es un viejo “gagá”. Pero resulta que, aunque parezca increíble, no sólo hay otros muchos, de todas las edades, que siguen repitiendo toda clase de clichés despectivos sobre las mujeres, sino que piensan que está bien que conquistemos algunos derechos siempre y cuando entendamos cuál es nuestro lugar.
Nuestro lugar —una expresión que marca un límite y sugiere que hay un orden preestablecido— nos lo fijaron muy pronto. Mary Beard documenta un primer ejemplo en La odisea, cuando Telémaco le dice a Penélope, su madre: “Vuelve a tu habitación, ocúpate en las labores que te son propias, el telar y la rueda (…) de hablar nos cuidaremos los hombres…”. A las “niñas bien”, como Penélope, se les permitía, sí, coser y bordar, pero a las no tan bien se les asignó la cocina y se les pidió que hicieran todo el trabajo doméstico, ese que muchas todavía hoy tienen que asumir totalmente, el que no acaba nunca y no tiene remuneración. Pero “nuestro lugar” fue también, durante mucho tiempo, un lugar simbólico fuera del cual nos volvíamos sospechosas: el matrimonio, por supuesto, que muchas de nuestras abuelas asumieron como “la cruz que debo llevar”, porque no tenían escapatoria; o el día, porque la noche era para sinvergüenzas y vagabundas.
Cuando conquistamos un lugar afuera —y eso fue hace poquísimo, si contamos desde La odisea—, nos siguieron persiguiendo las reglas del adentro, con su “violencia expresiva”, como la llama Rita Segato, encarnada en unas reglas implícitas a través de las cuales la cofradía masculina se siguió encargando de ejercer su poder y sus castigos. Qué son estas horas de llegar, por qué te cortaste el pelo si a mí no me gusta, vestida así no sales conmigo, por qué la casa está en este desorden, estás gorda y a mí las gordas no me gustan, tus amigas son una mala compañía, qué haces hablando con tu mamá todo el día, calladita te ves mejor, son ejemplos casi pueriles de eso que la misma Segato llama “la dueñidad” o señorío. Y de “esa violencia psicológica que a veces hasta con un pequeño gesto casi imperceptible coloca a cada persona en su lugar, le impide salir del lugar en donde la costumbre en el ámbito doméstico y el ojo público en la calle la coloca”. Ni hablar de las dueñidades más perversas y violentas, las de las violaciones —aun en el lecho matrimonial—, la violencia sexual como arma de guerra, la violencia física, el acoso laboral, la violencia económica, etc. La pandemia nos ha devuelto al encerramiento en casa, que tan cómodo le resulta al patriarcado. Muchas estarán apelando, para sobrevivir sin volverse locas, a lo que Josefina Ludmer llamó las “tretas del débil”. Otras, por desgracia, están pagando con sangre sus “desobediencias”. Lo dicen las estadísticas.
