Definitivamente, el fútbol da para todo: para aglutinar un pueblo y darle sentido de identidad; para patriotismos y patrioterismos; para la fiesta, la pasión, la cursilería, la violencia y la represión, y para el sufrimiento y la felicidad colectiva; da también para el lugar común, porque, como escribió Andrea Palet en El Malpensante, “el fútbol es un cliché tras otro, y qué importa”. Con el fútbol los políticos hacen populismo, los publicistas comerciales, geniales o sensibleros, y la televisión, los burócratas del fútbol y los jugadores, dinero, mucho dinero. Sobre el fútbol se escriben libros, crónicas, y columnas que, como esta, se esperanzan en creer que no todo está dicho; y vuelven las viejas metáforas: la de la guerra, la de la danza, la del trabajo colectivo. Y la idea de nación, porque en un Mundial cada país siente —sobre todo cuando gana— que su equipo representa lo que él es.
Con un fervor pocas veces visto los colombianos pusimos nuestra fe en la selección y en su técnico, que por unas semanas nos distrajeron de los aspectos más duros de la realidad y nos salvaron del panorama de pugnas políticas, corrupción e inseguridad que nos traen a diario las noticias. En medio de la euforia colectiva, sin embargo, esa realidad se encargó de recordarnos que hace 20 años un hampón de alma de hielo asesinó a Andrés Escobar, poniendo en evidencia frente al mundo que estábamos tomados por la mafia y que otra vez la intolerancia hacía presencia en nuestra historia.
La muerte de Andrés Escobar a manos de personajes relacionados con el narcotráfico fue síntesis del triste país de los ochenta y noventa, cuyas mafias permearon también el fútbol colombiano. En esos años vimos, entre muchas otras cosas, cómo Pablo Escobar inauguraba partidos y regalaba canchas, cómo el presidente del Atlético Nacional exhibía un puñado de billetes desde la tribuna mientras le gritaba al juez cuánto le habían pagado, cómo un ídolo nacional visitaba al capo de capos en su celda, y cómo la fanaticada se encogía de hombros frente a la corrupción de sus equipos, denunciada con nombres propios por Lara Bonilla. Muchos de los dirigentes futboleros de entonces están todavía en la cárcel por lavado de activos o tráfico de estupefacientes, y otros fueron asesinados por sus enemigos; y muchos de los jugadores que en ese entonces apoyaron a sus jefes narcos siguen gozando de la simpatía de sus admiradores.
Esos tiempos tristes parecieran estar ya lejos. O eso queremos creer. No hace mucho, Maturana comentó en un documental, no sé si con cinismo o con objetividad histórica, que “la llegada de dineros calientes sirvió para pagarles bien a los jugadores de aquí y traer extranjeros, con eso el fútbol también subía”. Los que, asqueados por esos nexos, no volvimos a ver fútbol nacional, volvimos a tener fe gracias a esta selección, y hoy rodeamos, agradecidos, con admiración y cariño, a nuestros jugadores, sencillos y esforzados. Limpios. Y dignos en su derrota, a pesar de que, como dijo James, “el árbitro no ayudó mucho”. Recordar los tiempos oscuros pareciera aguar la fiesta. Pero creo que hay que hacerlo, en nombre de Andrés Escobar y del futuro del fútbol colombiano.