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En 1938 Patrick Hamilton estrenó la obra de teatro titulada Gas Light, donde un personaje, el señor Manningham, intenta volver loca a Paula, su mujer, con estrategias como esconderle las joyas y hacerle creer que fue ella, o bajar la luz de las lámparas de gas y cuando la esposa muestra extrañeza, convencerla de que está delirando. Esa obra ha dado origen al término gasligthting, para definir la violencia sicológica que se ejerce sobre alguien a través de manipulación, humillaciones, estrategias de control y amenazas que generan miedo, debilitan a la víctima y la hacen entrar en confusión, persuadiéndola de que sus percepciones son erróneas y sus protestas injustas.
La violencia sicológica es ejercida en la mayor parte de los casos por un hombre sobre su pareja, en lo que también se ha denominado “terrorismo íntimo”. El abusador suele ser egocéntrico, pero también inseguro, y sobre todo poco empático, cruel, capaz de mentir y negar; y su agresión suele ser sutil pero persistente, hasta afectar la salud mental de su víctima, causándole ansiedad, depresión y hasta ideas suicidas. Evidentemente, esta violencia, como la física, es sobre todo una manifestación de poder, ejercida de manera consciente o inconsciente (cuando el hombre la ejerce porque esa es su idea de masculinidad) que nace del menosprecio a la mujer, pero también de la necesidad de control. Una de sus consecuencias más aterradoras es que la mujer termina por culparse, pedir disculpas y tratar de complacer, muchas veces a costa de su autoestima. Y otra característica de esta relación insana: ella no les cuenta sus penurias a los demás por temor a ser juzgada. Y cuando se atreve, las madres o las abuelas, víctimas a su vez ellas mismas, le pueden aconsejar aguantar o eludir el conflicto
La violencia sicológica adopta miles de formas. La podemos ver cuando un hombre coquetea con otra delante de su mujer y cuando esta le reclama, ofenderse y acusarla de ver visiones. Cuando en reuniones familiares o de amigos hace chistes a costa suya o la humilla en público. Cuando le reprocha que hable a diario con su familia y tilda a sus amigas de putas, chismosas, brutas o cualquier otra cosa. Cuando le prohíbe recibir gente en la casa u hospedar a alguien cercano. Cuando le exige que adelgace, o se avergüenza de ella en publico o la presiona para que no se corte el pelo o para que no vista de determinada manera. Cuando ejerce presión para que la mujer no salga, le pone horarios o le pelea por demorarse. Cuando alza la voz a toda hora tratando de intimidar. Y un largo etcétera.
Tan naturalizada está esa violencia que, cuando publiqué Qué hacer con estos pedazos, una novela sobre el micro-maltrato, montones de mujeres me dijeron que se sentían identificadas y atrapadas en situaciones similares. Pues bien: un estudio del Observatorio de Mujeres y Equidad de Género, Bogotá, revela que 841.000 mujeres en la capital reportan violencia sicológica. ¿Cuántas no habrá en el país y en todo el mundo? Sucede que entre la violencia sicológica y la física no hay más que un paso, porque el machismo no tolera la rebeldía femenina. Si la mujer enfrenta a su torturador, o quiere marcharse, él la castiga. Y ese castigo puede ser a golpes, y en el peor de los casos, feminicidio.
