Gente buena

Piedad Bonnett
24 de marzo de 2019 - 0:00 a. m.

El éxodo masivo del pueblo venezolano ha hecho un poco más sensibles a los colombianos al fenómeno de los migrantes, expulsados de sus países por la falta de libertad, la pobreza y la violencia. Aun así, los hundimientos de pateras en el Mediterráneo o las violaciones y las muertes de africanos, cubanos, haitianos, que son víctimas de los coyotes cuando tratan de pasar de Colombia a Panamá, parecieran hechos lejanos que sólo conmueven a unos pocos. Más difícil aún resulta para muchos ponerse en la piel de los que después de sortear mil peligros llegan a países cuya lengua ignoran, y allí sufren o amenazas de repatriación o el desprecio, la discriminación y los crímenes de odio de los que se consideran superiores y anhelan, como dice Carolin Emcke, “una doctrina pura que les hable de un pueblo «homogéneo», una religión «verdadera», una tradición «original», una familia «natural» y una cultura «auténtica»”.

El nacionalismo blanco crece como un monstruo en todo el mundo, y de tanto se concreta en masacres, como la que sucedió hace poco en la pacífica Nueva Zelanda. Tengámoslo claro: sin el discurso de los líderes de ultraderecha, que promueven la discriminación a los negros, a los judíos, a los musulmanes o a los latinos, la existencia del terrorista sería más escasa. Ese fanático que se prepara con fervor místico para su cruzada de exterminio no es otra cosa que la figura que hace realidad el sueño de los que no se atreven a ir más allá del discurso xenófobo: el de aniquilar físicamente al que le estorba. Pero hay otro elemento: al terrorista lo que le interesa es el hecho mediático. Sin escándalo, sin despliegue masivo, su acto no existe. De ahí que el aterrador Brenton Tarrant haya grabado él mismo su matanza.

En medio de este oscuro panorama, sin embargo, de vez en cuando aparece la buena noticia de que todavía hay quien ama al próximo y lo socorre. El mismo día en que se anunció la masacre de Nueva Zelanda apareció una crónica sobre “los ángeles de las trochas”, una ONG integrada por más de 150 extranjeros de distintas profesiones “que ofrecen asistencia humanitaria durante sus desplazamientos a migrantes en las poblaciones vecinas de Ureña, San Antonio y San Cristóbal”. Gente buena.

El arte, ya sabemos, puede convertirse en un extraordinario recurso para crear empatía y conciencia sobre dramas como los de los migrantes. Lo logró, por ejemplo, la fotografía de John Moore de una niña llorando en la frontera entre México y EE. UU. porque va a ser separada de su madre por la guardia norteamericana. Y también una bellísima película que les recomiendo, El otro lado de la esperanza, del galardonado director finlandés Aki Kaurismäki, que muestra el drama de un joven sirio que busca asilo político en la lejana Helsinki. Con un casting extraordinario, maravillosas actuaciones y magnífica creación de atmósferas, la película logra lo increíble: que la tragedia nos lleve de estar al borde de las lágrimas a reírnos a carcajadas con las insólitas peripecias a las que se ve sometido el protagonista. Una tragicomedia, pues, que muestra la indiferencia de las instituciones, el odio asesino y la solidaridad de la gente corriente. Gente buena. Porque esta también existe y existirá siempre, aunque a veces no triunfe.

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