A los cinco años Eddy se da cuenta de que es distinto: tiene una voz chillona, sus gestos no son los de los demás niños. Sus padres se exasperan. Se preguntan por qué su hijo se porta como una chica.
Le ordenan: “Cálmate, ¿no puedes dejar de gesticular como una loca?”. Eddy y su familia viven en un pueblo pequeño, donde hay una gran fábrica, y todos sus compañeros saben que terminarán sus vidas allá, donde sus padres se han partido el lomo. Ni siquiera se les ocurre otra cosa. A Eddy esta idea lo aterroriza, porque sabe que no es “un duro”, como sus compañeros, que cada vez que pueden lo empujan, lo escupen, imitan su forma de caminar. “Creían que yo había elegido ser afeminado, como si fuera una estética personal a la que me hubiera apuntado para disgustarlos”, nos dice.
Su vida, cuenta, fue de pobreza y violencia. Cuando una pedrada rompe el vidrio de su habitación el padre pone un cartón y promete que comprará un vidrio. Pero así se queda, por años. El padre es autoritario y tiránico: dice qué se come y a qué hora, manda callar a todo el mundo cuando está viendo televisión, que es siempre, se emborracha a diario. La madre fuma, maldice, se queja, trabaja para sacar sus hijos adelante. Los hombres se jactan de sus peleas, las narran a gritos, orgullosos. No van al médico jamás, porque cuidarse, opinan, es de “maricas”. La mayoría de las chicas quieren tener un hijo pronto: es señal de que pueden seducir, de que son mujeres completas. Eddy, ya adolescente, se mira en el espejo cada día y repite, como un mantra: “hoy seré un tipo duro”.
Esta historia de pobreza, machismo, desesperanza, nos resulta familiar porque tiene mucho que ver con las condiciones de los países pobres, con sistemas de educación precarios, con una cultura conservadora, regida por creencias religiosas, y con regiones olvidadas por los gobiernos centralistas. (Pienso ahora en el colombiano que hace unas semanas llenó de mordiscos a su bebé, para “hacerlo más hombre”, algo que según él se consigue sufriendo). Pero también podría ser una novela de Dickens, en la Inglaterra de la revolución industrial. Pues asómbrense: Eddy se crió en un pueblo del norte de Francia, y su adolescencia no transcurrió ni en el siglo XIX, ni a principios ni a mediados del siglo XX, sino en los años 90, pues nació en 1992. Y esta no es una novela, sino el valiente libro autobiográfico de un jovencito que usa la escritura como instrumento de liberación y como oportunidad de revancha. “La verdad es que la rebelión contra mis padres, contra la pobreza, contra mi clase social, su racismo, su violencia, sus atavismos —escribe— fue algo secundario. Porque antes de que me alzara contra el mundo de mi infancia, el mundo de mi infancia se había alzado contra mí”.
Para acabar con Eddy Bellenguele, de Édouard Louis (el nombre que adoptó el autor al volverse escritor), es un libro crudo, que no quiere ser una lección de superación personal. En él se muestra cómo hasta en las culturas que creemos más adelantadas perviven los peores prejuicios y el más asqueroso matoneo. Y por tanto, qué difícil resulta desterrarlos. Pero también cómo la fuerza de la sensibilidad, la inteligencia y una mano amiga pueden hacer crecer alas al que alguna vez fue víctima. Se los recomiendo.