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Alguien se preguntaba por qué tanto revuelo alrededor del “usted no sabe quién soy yo”, cuando hay cosas más importantes sobre las cuales pronunciarse.
La razón principal, creo, es que esa frase sintetizó, con la rotundidad de un buen comercial, un mal estructural de la sociedad colombiana, donde todavía hay una casta con ínfulas aristocráticas que cree en abolengos y apellidos y desprecia a los que no los tienen. La misma que se ha parapetado durante siglos en esos supuestos valores para saltarse los caminos regulares y burlar la ley. A esa casta la caricaturizó García Márquez en Fernanda del Carpio, que sólo cagaba en bacinilla de oro y se jactaba de tener 11 apellidos peninsulares. En esa Colombia anacrónica, en parte como respuesta irritada a un mundo de privilegios cerrados, se alzó en un momento dado otro poder, el de los traquetos y los mafiosos, que probaron que la plata, así sea mal habida, les puede abrir las puertas que antes les cerraban en las narices. “Me importa un culo quién es usted, yo tengo plata”, fue lo que de alguna manera dijeron. Y hoy, como sabemos, sus hijos se educan en los mismos colegios y universidades, para horror de la aristocracia decadente. Entre unos y otros se mueve hoy el ciudadano honrado y sin privilegios que aspira a vivir de su trabajo.
Lo que habría qué decir es que la frase que Nicolás Gaviria pronunció con insolencia la dicen otros —sin decirla— cotidianamente: el que pasa con sus escoltas aplastando a los demás, la estrella mediática que logra puesto en un restaurante mientras otros hacen cola o el mandón presidenciable que tomó y fumó en Caño Cristales pasándose por la faja las prohibiciones, según denuncia de Andrés Hurtado. Y aunque no se note, detrás de la idea peregrina de Paloma Valencia de “ellos” allá con sus conflictos y “nosotros” aquí con nuestras tierras, funciona la misma mentalidad.
Ahora bien: como en el caso de cohecho, este no existe si no hay dos, el que ofrece y el que recibe. Triste es que en este país todavía muchos, amedrentados por humillaciones de siglos, agachan la cabeza frente a los poderosos, por servilismo o por miedo. Los policías que lidiaron con Nicolás Gaviria reaccionaron bastante bien. Pero en muchas ocasiones, lo sabemos, no es así: si se trata de poderosos, se hacen los de la vista gorda, si no, incurren en excesos. Porque, por desgracia, replican el mismo modelo social: el que tiene un poquito de poder aplasta al débil. O si no que lo digan los jóvenes de los barrios populares que son víctimas de redadas abusivas.
En países donde el Estado es fuerte, la Policía tiene siempre un aura respetable, incluso temible. Aquí se le teme pero no se la respeta. A veces por los mismos prejuicios sociales, a veces porque no saben hacer cumplir la ley. Un solo ejemplo entre otros posibles: por el carril destinado a los buses en la séptima vemos todos los días, a cualquier hora, transitar a los avispados, taxis y particulares, mientras los aconductados sufrimos las torturas del trancón. Si las sanciones fueran drásticas, habría respeto por la autoridad. Y no sería tan fácil que un envalentonado violador de la norma le espete cada tanto la frase aquella: “usted no sabe quién soy yo”.
