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Hace ya muchos años llegó a mi casa Rosa Espejo. Tendría 18 años, traía una maleta con su ropa, una máquina de tejer y una guitarra que había comprado con lo que obtuvo de la venta de una ternera. Durante los meses en que trabajó conmigo me fue contando su vida en el campo boyacense, donde transcurrieron su infancia y adolescencia en medio de extrema pobreza. Rosa duró poco tiempo en mi casa, pero mi relación con ella nunca se interrumpió. Así me fui enterando de que tuvo un niño de un hombre que nunca asumió su paternidad; luego, de su posterior matrimonio y del nacimiento de otros dos hijos, uno ellos con serias deficiencias cognitivas. Gracias al trabajo de Rosa en un supermercado —del que debió retirarse para cuidar a su hijo con incapacidad— y al de su marido, lograron conseguir una casa-lote en Suba y una casita modesta en un municipio vecino, cuyo arriendo ayudaba en algo a la familia.
Cuando D, el primogénito de Rosa, salió del bachillerato, soñaba con ser piloto, pero como sus padres no podían costear sus estudios se empleó de empacador y empezó a ahorrar para cumplir su sueño. Finalmente fue admitido en la FAC, algo que la familia celebró: del futuro de ese muchacho podía depender, en buena parte, el bienestar de sus hermanos. Para poder pagar la carrera los padres tuvieron que tomar una decisión difícil: vender la casita que tenían arrendada. El 6 de marzo del 2019, fecha del cumpleaños de D, firmaron las escrituras. Según el relato minucioso que me hicieron madre e hijo, ese mismo día, dos meses después de su ingreso a la FAC, durante un ensayo de juramento de bandera y para “celebrar” su cumpleaños, un alumno de segundo año, de los que llaman “distinguido”, que estaba a cargo de la formación, lo molió a golpes en la parte baja de la espalda, mientras otro le decía: “Tranquilo, todo pasa, no se mueva”. No fue una broma. El 8 de marzo, cuando le dieron salida, su mamá lo vio muy mal, y el 12, en la escuela, su situación se tornó grave. No había médico de cabecera en las instalaciones, por lo que fue trasladado al Hospital Militar. Allí fue sometido de urgencia a una operación y le advirtieron a la madre que era posible que muriera: había sufrido una isquemia intestinal con necrosis masiva. D se debatió tres días entre la vida y la muerte, luego empezó una difícil recuperación.
Tanto Medicina Legal como los médicos del hospital declararon que las lesiones fueron por trauma, es decir, por la brutalidad de los golpes recibidos. D tuvo que tomar anticoagulantes durante un año y todavía tiene secuelas tanto físicas como síquicas. Al año y un mes intentó el reingreso a la FAC, pero se lo negaron aduciendo que ya había pasado el plazo. La institución le sigue prestando servicio médico, pero nunca castigó al agresor. Cuando fue a recoger sus pertenencias sólo le entregaron prendas ajenas, rotas e incompletas. Por las secuelas de la golpiza, D tuvo que renunciar a su sueño de piloto. En 2020 entró a estudiar para técnico de aviación, pero ahora debe interrumpir sus estudios porque los padres están endeudados. De Año Nuevo quiere salud, pero sobre todo justicia, pues a él y a su familia les dañaron la vida. No sé si sea mucho soñar con que un abogado generoso asuma esa causa.
