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El premio Nobel de Paz Óscar Aras dijo en Bucaramanga que “50 años de un conflicto interno no tiene sentido”. Sí, no tiene sentido.
Pero no porque “ya nos ha aburrido”, como afirmó, sonando un poco cínico (ningún conflicto que produzca muertes puede “aburrirnos”), sino porque una confrontación armada tan prolongada ya no llama ni la atención ni la solidaridad de la comunidad internacional —eso fue lo que en verdad quiso decir—. Y, sobre todo, porque va creando una coraza en el pueblo que la vive. Porque lo deshumaniza. Y si no, pensemos en los 14 soldados que murieron recientemente en un enfrentamiento con las Farc: no parecieron conmover a nadie. Son, para casi todos, unas víctimas más de la guerra. Sí, de la guerra, porque ese es el verdadero y último nombre de nuestro conflicto. Nos estremecemos de horror al ver los cadáveres de niños en Siria, pero se nos olvida que, a pesar de las diferencias, también la nuestra es una guerra en la que perdemos a cientos de niños y jóvenes, tan valiosos y tan rotos en su futuro como los de ese país.
García Márquez escribió que es más fácil empezar una guerra que terminarla. Pero todas las guerras, por largas que sean, tienen un fin. Lo que quisiéramos los colombianos es que la nuestra lo tuviera pronto, pero sobre todo, que ese fin fuera definitivo. Y para que así sea, más allá de cualquier pacto, lo que hay que anular son las causas que la desataron. Pero mientras los distintos “actores del conflicto” conversan en La Habana, las protestas en el Catatumbo, el paro agropecuario y las nutridas movilizaciones populares de esta semana vienen a recordarnos, precisamente, que las causas de esta guerra siguen idénticas después de 50 años de desangramiento: la inequitativa distribución de la tierra, el eterno abandono por parte del Estado de las regiones más apartadas, la falta de incentivos al pequeño agricultor mientras se premia con subsidios a los grandes terratenientes, el recurrente incumplimiento de las promesas gubernamentales y todo, todo lo que sería una larga enumeración de negligencia, insensibilidad y desdén. Las mismas que, escandalizados, vimos en Juan Manuel Santos cuando menospreció la magnitud del descontento popular, basado en la idea de que a un montón de humildes campesinos era posible conjurarlo o envolatarlo de cualquier manera; y también en los miembros del Esmad, porque tampoco para ellos, aunque salidos del pueblo, los labriegos merecen ningún respeto.
Jamás hay que menospreciar a una comunidad que responde enfurecida a medidas que la empobrecen y la vapulean. Y si no, pensemos en la rebelión de los comuneros, que se levantaron ensoberbecidos por los descarados impuestos y por el mal trato recibido de los recaudadores. Claro que hay vándalos. Claro que el paro puede haber sido objeto de manipulaciones. Pero nadie puede ignorar que lo que lo ha hecho estallar es la furia de los humillados y ofendidos. Y que esa llama de indignación puede convertirse, en cualquier momento, en un violento y destructor incendio que sabrán aprovechar las fuerzas más retardatarias en contra de la paz.
