Me considero una persona totalmente respetuosa de la norma, porque así fui criada. Jamás me paso un semáforo en rojo, ni hago doble fila ni me paro en una cebra, y además me indigna ver qué tan olímpicamente lo hacen muchos. Por eso leí con extrañeza los mensajes de texto que empezó a enviarme Simit, la plataforma que permite consultar y pagar multas por infracciones de tránsito. Varias personas me alertaron sobre un posible fraude, e incluso me enviaron mensajes institucionales advirtiendo de estafas con comparendos. Me fui entonces directamente a la página oficial y ¡ahí estaban!: tres multas por casi un millón cuatrocientos mil pesos, puestas en el lapso de diez meses. ¿Por qué razón? ¡Por pararme sobre cebras en tres direcciones diferentes! No había nada que lo probara, por supuesto. Ni una foto. Pagué, resignada pero furiosa, pero me fui a una de las direcciones mencionadas, por donde casi nunca paso: calle 63 con 7, sentido sur norte. Y comprendí: antes del semáforo del costado norte, no hay cebra. Ni modo de pararse en ella. Pero del otro lado, en el costado sur, caprichosamente, sí la hay. Sólo existe una posibilidad de infracción: que estando el semáforo en verde uno pase la 63 y de pronto el tráfico, como suele pasar, se detenga, y las llantas traseras del carro queden sobre la cebra. Algo que usted no puede controlar. El único miedo que nos faltaba.
Me siento injustamente castigada, pero sobre todo, presa de un sistema kafkiano, donde no hay rostros, ni argumentos ni nada. Un sistema tan inhumano como tantos que se han ido apoderando del mundo. Mi indignación crece, sin embargo, cuando veo en todas las vías carros estacionados de lado y lado, debajo incluso de avisos donde se prohíbe parquear. ¿A cuántos camiones repartidores, carros con choferes adentro mirando el celular o cuatro por cuatro de guardaespaldas, les ponen multa? Pues a ninguno, porque ellos saben donde pararse sin correr riesgos; pero sobre todo porque nunca hay policías de tráfico tratando de mejorar la movilidad. Ni uno.
Más indignada aún quedé cuando oí decir a Claudia López que a los bogotanos nos debería dar pena salir solos en un carro que tiene espacio para cuatro o cinco personas. ¡Por favor! ¿De cuándo acá nos volvimos unos parias a los que estigmatizan por tener un carro? ¿Comprenderá la alcaldesa lo que significa para el “gran burgués” que ha cometido el pecado de comprar uno, que paga impuestos y respeta el pico y placa, no poder usarlo hasta tres días en una semana? ¿Cuál es el extraordinario transporte público que nos ofrecen? ¿Nos quiere explicar cómo ir, por ejemplo, con cupo completo a una cita médica (esa que nos dan tres o cuatro meses después de haberla pedido) a media tarde y lloviendo? ¿Sabrá lo que significa para el sueldo de un trabajador que vive de su carro pagar $50.000 diarios en los días de pico y placa y además tener que padecer trancones eternos? Con casos tan increíbles como el que me contó una amiga, que se demoró casi dos horas y media para llegar de su casa al cementerio donde enterraban a un amigo, y se encontró con que la ceremonia ya había terminado y todavía seguían llegando del trancón familiares y amigos, todos estupefactos, exasperados, incrédulos. ¿Pena de qué nos debe dar?