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Éramos muchos en el encuentro de poetas: franceses, italianos, croatas, griegos, españoles, latinoamericanos, de Irak, Siria, Irán, Jordania, Líbano, Marruecos, Palestina… y el poeta israelí, muy joven y sin embargo precedido de un aura de prestigio.
Lo desgloso del grupo, porque así se vio en aquellos días: aislado y taciturno, abrumado, sin duda, por las noticias que nos causaban indignación y nos llevaban a discusiones políticas a las que no se incorporaba. Día a día nos enterábamos de cómo aumentaba la cifra de palestinos muertos y de que muchas de las víctimas eran niños inocentes. Y yo pensaba en la tragedia del poeta hebreo, que migró a Israel a los siete años con su familia, que vio morir a su hermana en la guerra, que sin duda carga en su alma un dolor antiguo, el de tantos judíos que perdieron a sus antepasados en campos de exterminio, y que hoy tiene que cargar, además, con la vergüenza de ver que su gobierno reacciona frente a Hamás con una desmesura que sólo puede nacer de la insensibilidad, la prepotencia y el menosprecio del pueblo al que fustiga.
No justifico el terrorismo de Hamás ni sus túneles ni sus misiles, pero puedo entender que en una región sometida a ocupación y al más infame de los bloqueos, aparezcan facciones llenas de fanatismo y dispuestas a todo. Y es que los crímenes de guerra de Israel, denunciados por la ONU, y entre los que se cuentan las 27.000 casas de familias palestinas derrumbadas durante los años de conflicto, aduciendo que eran de parientes de terroristas, no son de ahora. A eso se suman, en estos días, los ataques a escuelas, hospitales y estaciones de agua y electricidad básicos para la vida, y los casi dos mil muertos, la mayoría civiles inocentes. El horror causado por el bloqueo lo acaba de testimoniar Vargas Llosa en reciente artículo en el diario La Nación: “Yo lo he visto con mis propios ojos. Y me he sentido asqueado y sublevado por la miseria atroz, indescriptible, en que languidecen, sin trabajo, sin futuro, sin espacio vital, en las cuevas estrechas e inmundas de los campos de refugiados o en esas ciudades atestadas y cubiertas por las basuras, donde se pasean las ratas a la vista y paciencia de los transeúntes, esas familias palestinas condenadas sólo a vegetar, a esperar que la muerte venga a poner fin a esa existencia sin esperanza, de absoluta inhumanidad, que es la suya”.
Shlomo Ben Ami, excanciller de Israel, es uno de los pocos israelitas que se atreven a señalar el error estratégico de Netanyahu, y los daños que este hace a su propio pueblo: “El verdadero peligro está en casa”, dice. “La devastación causada por los periódicos enfrentamientos asimétricos de Israel, la ocupación permanente de tierras palestinas y el crecimiento continuo de los asentamientos dieron impulso a una campaña cada vez más intensa por debilitar la legitimidad de Israel”. La censura moral de medio mundo sobre el país que él representa agobia, sin duda, al poeta hebreo, a Ben Ami y a una porción de israelíes, aquellos que se atreven a ver la verdad sin fanatismos. Porque por ahora esa censura es la única arma que tenemos, Colombia tendría que ser mucho más enfática en su protesta.
