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La abadesa

Piedad Bonnett

06 de febrero de 2022 - 12:30 a. m.

Tan evanecida es Íngrid Betancourt y tan segura está de que es una figura pública importantísima, que ni siquiera pudo medir los riesgos de impopularidad que correría cuando atacó de manera aleve a Alejandro Gaviria, faltando a todos los pactos de lealtad con los integrantes de la Coalición Centro Esperanza y haciéndoles un gran daño. Ratifica así, otra vez, la falta de sentido de la realidad y de sensatez que mostró cuando quiso que la Nación la indemnizara por sus años de secuestro. Y es que la soberbia, uno de sus muchos pecados, ciega.

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Uno no quisiera tener que hablar mal de Íngrid, por consideración con el mucho dolor que tuvo que soportar durante su largo cautiverio, que la privó principalmente, entre muchas otras cosas, de la dicha de ver crecer a sus hijos. Pero es que lo que acaba de hacer, dejando en la más horrible incertidumbre a Humberto de la Calle y a la Coalición en un momento delicadísimo, ha puesto en duda ni más ni menos que su calidad ética. Esa de la que tanto alarde hace después de un proceso de reconstrucción espiritual sin duda respetable, pero que no parece repercutir en la responsabilidad de sus decisiones.

Como una abadesa autoritaria y desde una superioridad moral que no conoce matices —pues ella misma se ha encargado de señalar, con un maniqueísmo fundamentalista, que la realidad política debe verse en blanco y negro—, no dudó sugerir, sin mostrar prueba alguna, que sus compañeros de proyecto político hacen parte del entramado de corrupción que ella repudia. Dándose el lujo, además, de lanzar tres ultimátums antes de hacer mutis por el foro. Nada de raro tendría que todo esto haya sido absolutamente premeditado, buscando un efecto dramático que hiciera pensar que por fin nos llegó el adalid anticorrupción.

Lo increíble es que si uno examina el discurso de Íngrid Betancourt se da cuenta de que —como en el caso de muchos otros precandidatos— no es sino un sartal de lugares comunes, apenas previsibles en una persona que ha estado desconectada no sólo del país, sino de sus realidades políticas. Y no porque viviera años en París: muchos líderes han dirigido revoluciones desde el exilio, con compromiso inquebrantable. Pero Íngrid escogió otro camino, perfectamente entendible: el de huir del lugar donde recibió tanto daño, para concentrarse en su familia y en sus intereses. Todo bien, hasta cuando, impulsada tal vez por el entusiasmo con que se recibieron sus testimonios ante la Comisión de la Verdad, decidió lanzarse en paracaídas, sintiéndose ya elegida. Un cóctel de soberbia e ingenuidad que le hace creer que se puede gobernar este país lleno de horrores sin ninguna experiencia. La misma ingenuidad que muestra cuando dice cómo combatirá la corrupción. ¿Cómo? “Con hechos”, contesta. Tan fácil, Íngrid. El mismo desconocimiento que mostró, haciendo totalmente el ridículo, cuando en RCN dijo que ella, la impoluta, sí haría alianzas con Rodolfo Hernández, y cuando le preguntó a la sorprendida periodista si Óscar Iván Zuluaga o Char tienen maquinaria, porque ella… ni idea. Habría que recordarle a Íngrid que víctimas como ella hay miles en este país y que el título de exsecuestrada con que la llama la prensa no le da derecho a tener patente de corso.

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