EL COMERCIAL —PRODUCIDO EL año pasado y que se puede ver en algunos canales de cable— es de la marca francesa Lacoste, y usa dos planos: el primero es un restaurante donde un chico tímido quisiera atreverse a darle un beso a una jovencita; el segundo es una terraza enorme, de un edificio enorme, de una ciudad enorme.
Allí, el mismo chico, ahora con barba y evidentemente angustiado, vacila. Después descubriremos que mira el vacío. Su decisión es algo más seria que la otra: piensa si será capaz de lanzarse desde esa altura. En el restaurante hay avances: el muchacho ya ha tomado la mano de la chica. En la terraza, en medio de una atmósfera oscura y oprimente, también las cosas han tomado un rumbo: el muchacho, después de un gesto de desesperación, de espaldas al abismo, se da vuelta, toma impulso, corre. La cámara muestra que va gritando. Al llegar a la barrera protectora, da un salto enorme y comienza a caer. Los espectadores podemos ver la inmensidad del vacío. Su cuerpo da vueltas con los brazos extendidos. Luego las cosas se resuelven como en los sueños: cuando se supone que el chico va a estrellarse contra el pavimento aparece la imagen fantasmagórica de la muchacha, que le da la mano en el aire. Volvemos al restaurante, donde todo flota. El muchacho se ha decidido y le ha dado el beso a la chica. “La vida es un deporte hermoso”, reza el anuncio. Final feliz.
Yo me pregunto cuál deporte es ese. Porque lo que escogió el publicista no fue un salto en paracaídas ni en parapente. No. Es la simulación de un suicidio: dudas, angustia, grito. ¡Qué original! Si lo que quería es alejarse de la publicidad más convencional, y crear un comercial muy sofisticado, lo logró. Felicitaciones. La realización es tan bella, tan impecable, que hace creer que lo que presenta es inofensivo. Es fácil apretar “me gusta”. Lo que no creo que haya logrado —porque lo único que se reitera, casi como una incitación, es el salto— es lo que todo comercial pretende: recordación de la marca. ¿O salimos después de ese mensaje (¿que cuál es? ¿Atrévete? ¿No hay límite? ¿Entre un beso y la muerte no hay más que un paso?) a comprar ropa Lacoste? No creo.
La publicidad puede llegar a acercarse al arte: lo prueban ciertos comerciales llenos de belleza, de ingenio, de humor. Lo que la aparta del arte es que está puesta al servicio del consumo. Eso, en un mundo que no parece poder sustraerse a la idea de que todo es posible mercancía, no necesariamente es malo. Lo malo es que en aras de la originalidad se caiga en exabruptos como el de “La vida es un deporte hermoso”. Ya autores como Baudrillard y Barthes —también franceses, como Lacoste— hablaron de cómo la publicidad actual ha reemplazado al mito: lo que ella nos vende es un estilo de vida que promete juventud, salud, aventura, belleza, confort. Como tanto se ha dicho, la publicidad juega con el deseo. E intenta persuadir apelando a las emociones. Invita. Hace parecer fácil. Lo que a menudo olvida es que sus mensajes, por su enorme circulación social, deben ser responsables y no banalizarlo todo: el amor, el cuerpo, la muerte.
A propósito: ¿sabían ustedes que en el mundo el suicidio es la segunda causa de muerte de jóvenes entre 15 y 29 años?