Mientras desafía el tráfico decembrino, Miller, el conductor del taxi, de 18 años, me cuenta sobre su vida: sale a manejar el carro, que no es suyo ni de su familia, a las cinco de la mañana y dura manejando hasta las cuatro de la tarde, cuando entrega el producido. Descansa hasta las seis, hora en que entra a la Universidad Minuto de Dios, donde comenzó ingeniería. Le pregunto que a qué hora estudia. Me contesta que de seis a diez. No, insisto, a qué hora investiga, hace trabajos, etc. Me dice que cuando tiene fuerzas lo hace por la noche, después de la jornada universitaria. También me cuenta que le gusta el deporte. Juega fútbol el domingo por la mañana y descansa por la tarde. Es el único día que descansa.
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Mientras desafía el tráfico decembrino, Miller, el conductor del taxi, de 18 años, me cuenta sobre su vida: sale a manejar el carro, que no es suyo ni de su familia, a las cinco de la mañana y dura manejando hasta las cuatro de la tarde, cuando entrega el producido. Descansa hasta las seis, hora en que entra a la Universidad Minuto de Dios, donde comenzó ingeniería. Le pregunto que a qué hora estudia. Me contesta que de seis a diez. No, insisto, a qué hora investiga, hace trabajos, etc. Me dice que cuando tiene fuerzas lo hace por la noche, después de la jornada universitaria. También me cuenta que le gusta el deporte. Juega fútbol el domingo por la mañana y descansa por la tarde. Es el único día que descansa.
En esta sociedad cristiana, que promueve la resignación y considera una virtud el sacrificio, a los que se esfuerzan día a día por sobrevivir con honradez y trabajo duro el cielo les tiene un puesto reservado, como promete la religión. Sin embargo, en vez de una vida eterna de ocio, yo preferiría para mi joven taxista una existencia menos penosa aquí en la tierra, con una juventud más plena, que no lo obligue a diez horas de trabajo diario, a un sueldo precario que tiene que ahorrar para pagar su semestre, y tiempo para su deporte, para un café con un amigo o para un paseo con su novia.
El caso de Miller contradice a los que en forma peregrina argumentan que todos los que no marchan es porque están con el Gobierno y contra el paro: como él, cientos de empleados están prisioneros de sus obligaciones y su rutina ocupa tanto tiempo que no podrían machar, por descontentos que estén con su calidad de vida.
Leía en estos días que, para pagarse el estudio, el recién elegido alcalde de Medellín y el actual defensor del Pueblo pasaron por incertidumbres y trabajos igualmente duros. Su esfuerzo los hace admirables. Me atrevo a pensar, sin embargo, que sus altos logros son la excepción de la regla. ¿A cuántos otros las adversidades económicas y el cansancio los dejan vencidos por el camino? ¿Podrá Miller terminar su carrera, dejar de manejar taxi, conseguir un buen trabajo?
La educación es el motor de la movilidad social y una esperanza de apertura progresista en las mentalidades. Pero, a pesar de los significativos aumentos de presupuesto que ha hecho este Gobierno, a Colombia le sigue faltando mucho. Como han explicado los analistas, la desigualdad socioeconómica es uno de los factores en el fracaso en los resultados de las pruebas Pisa. Según se deduce de las cifras, los muchachos con más recursos superan en comprensión de lectura a los más pobres en un 86 %.
Para Achim Steiner, administrador del programa del PNUD, un factor tan sencillo como “el vocabulario básico que tengas basado en la familia en que naciste, y cómo se replica en la exposición social (…) consagra o graba una desventaja que puede ser muy difícil de superar”. Esas desventajas afectan también a muchos maestros de regiones apartadas y, aunque parezca increíble, a muchos de ciudades grandes e intermedias. Si a eso se le suma un sistema que no acaba de modernizarse, podemos concluir que requeriremos de tiempo; pero, sobre todo, de un gobierno cuya apuesta fundamental sea cerrar la brecha entre ricos y pobres, para darles a estos las oportunidades que están esperando.