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Esta semana fui a ver Los Fabelman, la deliciosa película de Steven Spielberg, una recreación en clave de ficción de su infancia y su adolescencia en los años 50 y 60, y un homenaje al cine, que lo liberó de sus inseguridades y mitigó el dolor que le causaron el bullying al que fue sometido por ser judío y el divorcio de sus padres. Una película entrañable en su aparente sencillez, detrás de la cual hay una apuesta estética muy clara, y una emocionalidad contenida, la de estar trabajando con una materia tan íntima y sensible. Mi gran sorpresa fue advertir que, a una hora en que presumimos que los cines están llenos, la mitad de la sala estaba vacía.
Me resisto a creer que el público haya perdido interés en esa extraordinaria experiencia colectiva que es ver cine en las grandes pantallas de los teatros, para limitarse a la más cómoda pero desprovista de encanto de las plataformas que podemos explorar en nuestras casas. No estoy idealizando un mundo que quizás esté en vía de extinción. Es que me parece infinitamente más grato ver cine rodeados por otros muchos que comparten las mismas emociones y el delicioso ritual de las luces que se apagan, de los cortos y las crispetas, que parecieran haber sido inventadas para consumir en matiné o vespertina. En ese mundo de los teatros de cine han florecido cientos de sensibilidades y se ha estimulado la imaginación de varias generaciones que le deben a la cinematografía buena parte de su educación sentimental.
En contraste, me sorprendió ver que la sala del centro del Teatro Libre, donde se representa Hamlet, dirigida por Ricardo Camacho, estaba repleta el pasado sábado, con una mayoría de público joven que aplaudió de pie, fervorosamente, el extraordinario montaje. El éxito se explica fácil: la dúctil escenografía de Fernando de la Carrera, la música de Ian Frederick, la presencia en el escenario de la pianista Catalina Roldán, y el vestuario de Ana María Parra, libre de fidelidades históricas, son ya aciertos enormes. Pero el mayor de todos es que la fascinante puesta en escena, con un elenco de actores muy parejo, permite que sintamos la actualidad de Shakespeare, con su humor, su agudeza, su capacidad de expresar con mano maestra los grandes problemas humanos. La veleidad del poder, la traición, las dificultades del amor, la tentación del suicidio, el misterio de lo que nos espera después de la muerte, todo está allí concentrado para conmovernos en el contacto vivo con los actores.
La experiencia colectiva del concierto, del partido de fútbol, del teatro y el cine, nos devuelve distintos. Después de ella, dice Spielberg, “nos hemos convertido en una comunidad, tanto en corazón como en espíritu”. Y si, además, nos encontramos, como esta vez, con las calles bullentes de La Candelaria, tomadas ahora como nunca por la rumba nocturna, uno siente felizmente que hemos vuelto a la necesaria vivencia de lo urbano.
ADENDA. Infortunadamente, como siempre en este país, faltan los cinco centavos pa’l peso. La basura por todas partes, las aceras destruidas, las paredes empapeladas y llenas de mamarrachos —que no de grafitis— de La Candelaria dan grima y vergüenza. ¿Cómo explica el alcalde menor el estado lamentable de la zona más bella de la ciudad?
