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La gran brecha

Piedad Bonnett

23 de mayo de 2015 - 09:00 p. m.

LA OFERTA GASTRONÓMICA EN Bogotá y en algunas otras ciudades del país se ha refinado mucho en los últimos años: alentada por el boom culinario a nivel mundial, esta tendencia ha activado muchas zonas urbanas y les ha dado un aire cosmopolita.

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Eso sí: acceder a estas delicias es caro. He visto cartas donde una entrada puede costar 52 mil pesos, y en un restaurante muy acreditado, donde van todos los políticos, sé que hay una de cien mil pesos. Si no hubiera ricos que pueden consumir estos productos seguramente no se ofrecerían, pero esa élite existe: es la misma que va a consumir las 30 marcas extranjeras que están por ingresar al mercado colombiano, y que vienen a unirse a almacenes donde una cartera puede costar un millón de pesos y una corbata cuatrocientos mil.

No se trata de que los que tenían ya no tengan, como en el simplista populismo venezolano. Pero en un país que permite que los niños chocoanos o wayuu se mueran de hambre y donde hay regiones sin carreteras, agua o servicios de salud dignos, esa desproporción se torna escandalosa. Una crónica publicada en días pasados en El Espectador muestra, como ejemplo sobrecogedor, lo que puede ser el peso cotidiano de la pobreza para ciertas comunidades de artesanos. En “La otra vuelta del sombrero vueltiao”, la periodista Sara Malagón narra las dificultades de los indígenas de la etnia zenú y de los campesinos que se dedican a tejer la palma con la que se fabrica el célebre sombrero, que primero ripian, tiñen con barro que ellos mismos recogen y luego trenzan, de la mañana a la noche, para venderla –¡léase bien!— a 600 pesos el metro. Sólo cuando tienen 20 metros de trenza amerita emprender el viaje a Tuchín (Córdoba), donde los esperan los comerciantes. De lo que reciben por el mazo (menos de 20.000 pesos) deben pagar los cuatro de la moto que los transporta y la materia prima. “Mi esposo vende lo que le vendan . Cebolla, tomate. Se rebusca para la comida en la tarde. No tenemos plata, tenemos que trabajar para comer. Las trenzas me sirven para comprar el azúcar y el café”, dice doña Cielo. ¡Y se trata del producto que está en el origen de uno de nuestros símbolos nacionales!

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Como para que nos consolemos de tan atroz panorama (hoy por hoy el índice de pobreza en Colombia es del 28,2% y el de pobreza extrema 8,1%, y 10% de la población del país gana cuatro veces más que el 40% más pobre), el presidente Santos anunció que, según el BID, el 55 por ciento de los colombianos ya hace parte de la clase media. Según la revista Semana, que hace el análisis del tema, “en Colombia la clase media compra casa y carro, tiene tarjeta de crédito y teléfono inteligente, y puede pensar en la educación de sus hijos... “¿Suena eso verosímil en el caso del 55 % de los colombianos? El mismo BID, sin embargo, añade que la tercera parte de esa clase media está en peligro de recaer en la pobreza, algo que el Gobierno no podría permitir. Yo me pregunto: ¿puede haber una paz sólida mientras persista tanta pobreza y esa vergonzosa brecha entre ricos y pobres? Parte de esa responsabilidad, hay que decirlo, es de todos los colombianos, que somos los que elegimos a nuestros gobernantes.

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