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La hora de las complacencias

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Piedad Bonnett
22 de octubre de 2016 - 05:25 a. m.
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En una época mediática como la nuestra, el populismo lo tiene todo más fácil. Y es que sus mensajes, amplificados por los medios y por las redes, tienen un mayor poder de seducir a esa masa que, desilusionada de los discursos inanes de las élites tradicionales, prefiere a aquellos que en voz alta manifiestan lo que muchos piensan pero no se atreven a decir.

Y es que en eso consiste el fenómeno: el populista, que suele ser un demagogo —ya sea de derecha o de izquierda, pues de los dos los hay— seduce a su público diciéndole lo que quiere oír, y a cambio éste lo aplaude y le da poder. De ahí su peligro.

Y resulta que buena parte de esa masa se fascina con la insolencia, la grosería, la provocación. Y eso lo sabe el líder populista. Un analista de Spreadfast, compañía de manejo y estrategia de plataformas digitales, explicaba hace poco a este diario que parte del éxito de Trump se debe “a cómo estructura su mensaje: todos sus trinos comienzan con increíble, asqueroso, perdedores, payaso, estúpido, mentiroso, cobardes. Esto ha provocado que sea mencionado más de 43 millones de veces en esa red social…”. El insulto como herramienta. Pero también la tergiversación, la mentira, la demonización del otro. Porque el populista lo que mueve es la pasión de la galería, su cólera o su descontento. Ahora bien: cuando Chávez declaraba que la oposición había conseguido una “victoria de mierda”, o que “los escuálidos” eran unos “arrastrados” y que habría “que barrerlos”, aparecía siempre rodeado de una masa eufórica que lo aplaudía rabiosamente; pero cuando Jean-Marie le Pen dijo, después de haber criticado al cantante de fe judía Patrick Bruel, que “próximamente haremos una hornada”, en alusión a los hornos crematorios, la masa que adhirió a este atroz comentario no se atrevió del todo al aplauso. Se convirtió en masa vergonzante, como la que votó No y engañó a las encuestas, o como la que podría convertir a Trump en presidente de los Estados Unidos.

Se puede, también, ser populista de otras maneras, menos obvias. Si bien lo políticamente correcto nace de la conciencia de que las palabras dañan tanto como los actos y pueden ser arma de humillación y discriminación, el populista puede usar esta corrección política con fines demagógicos, para atraer precisamente a los excluidos de siempre. Es decir, para usarlos. Y en terrenos distintos al político, como el de las religiones o el arte y la cultura, también funciona el populismo, básicamente como condescendencia. Como cuando el artista se da a sí mismo el mandato de trabajar sólo sobre los temas “que toca”, aquellos que son bien recibidos por la crítica porque están de moda; o cuando el crítico, o los “happy few”, “los iluminados”, “los pensantes” (uso los términos de Chantal Delsol, una estudiosa francesa del populismo), muy al estilo Trump, se muestran agresivamente incorrectos para que los aplauda la gradería. En estos campos el mayor terror es el de ser tildados de ortodoxos o de anacrónicos. Algo que, creo, es lo que le puede estar pasando al jurado del Nobel de Literatura cuando abre así el espectro de lo literario y –a pesar de la buena idea de dar un espaldarazo a la literatura popular- prefiere a Bob Dylan sobre escritores como Philip Roth. Qué viejos tan chéveres.

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