Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Lo pequeño a veces es lo grande.
Eso pensé mientras leía, conmovida, sobre el accidente que sufrió Luis Germán Sierra, un muchacho de apenas 25 años, estudiante de arquitectura, mientras transitaba en su bicicleta. Sucedió en el subterráneo de la ciclorruta cercana a Modelia, y las consecuencias fueron atroces: la nariz partida en dos, la cara desfigurada y rotas las meninges, de modo que por sus ojos escapa permanentemente líquido cefalorraquídeo. La periodista, que habló con la adolorida madre, informa que “lo más seguro es que tengan que hacerle una craneotomía, una operación quirúrgica en que parte del cráneo (…) se elimina con el fin de acceder al cerebro”. Mientras tanto está en cuidados intensivos, inconsciente y delirando. La noticia nos dice que “salvó su vida gracias a que usó su casco”. Un accidente que le pasa a cualquiera: eso podríamos pensar mientras pasamos la página. Pues no: que le sucedió al que iba en su bicicleta por una ruta para tal fin, con sus avíos puestos y confiado en que el diseño de la ciclovía está hecho por personas competentes, y se encontró con una trampa: un subterráneo sin luz donde, por la oscuridad, tropezó con otro ciclista.
Por esos mismos días, qué paradoja, el alcalde Petro habló en una entrevista de “la seguridad vital” y de que “la revolución llegará en bicicleta”. En una ciudad bien gobernada, donde se respete y cuide la vida de los ciudadanos, los 44 ciclistas muertos y los 935 lesionados que van este año en Bogotá, en parte por la ausencia de seguridad vial, tendrían que ser un escándalo. Pero aquí esas muertes simplemente se suman a las de los motociclistas y a las de los peatones y terminan, si acaso, en una nota de periódico o en meras estadísticas.
Esa indiferencia se debe, en parte, a que en este país violento nos hemos aletargado frente a la muerte; pero también a que nos acostumbramos a no exigir, sólo a maldecir o a aterrarnos. En una excelente columna sobre Bogotá Carlos Granés dice: “hay políticos a quienes solucionar los problemas prácticos, esos que degradan la rutina diaria de cualquier ciudadano, les parece poca cosa”. Me imagino que pensaba en Petro, quien también soltó hace poco una frase altisonante: “mi vida ha estado dedicada a la transformación del mundo”. Habría que recordarles a esos políticos —y a los alcaldes que sean elegidos hoy— que la transformación del mundo comienza muchas veces por lo pequeño, por lo elemental, por lo básico. Algo que tendría que exigírseles a los alcaldes menores y a todos los irresponsables que optan por la chambonada. Porque lo pequeño es grande cuando una ciclovía se convierte en trampa para el ciudadano. O cuando las cámaras de seguridad están dañadas, como las de las estaciones de Mazurén y Alcalá, que no registraron los movimientos de un joven que desapareció al bajar de Transmilenio. O cuando los choferes del SITP van a mil, por entre los huecos, como le pasó a un conocido, que se lesionó la columna. O cuando un anciano tropieza en una acera llena de baches, o una niña que corre alegremente cae —y muere— en una alcantarilla. Porque lo grande también hay que atenderlo, pero en lo pequeño comienza el mundo: y si usted no lo cree, señor alcalde, piense en el átomo.
