En una sociedad que a diario intenta hurgar morbosamente en la intimidad de los famosos, se le teme, paradójicamente, a la exposición de lo íntimo y más aún si se da en la escritura femenina. Por eso mismo, a la premio nobel Annie Ernaux se la minimizó mucho tiempo tildándola de hacer literatura “de mujeres” (con todo lo de despectivo que esa expresión ha encerrado siempre, ya que remite a chisme o a frivolidad) o se la acusa todavía hoy de exhibicionismo o de ensimismamiento narcisista. Y es que la materia prima de la mayoría de sus libros es su propia vida, pero desnudada en sus aspectos más crudos, sobre todo en lo que tiene que ver con el cuerpo y la sexualidad. Algo que se suponía era patrimonio exclusivo de los hombres. O que a las mujeres se les acepta siempre y cuando su literatura se pueda calificar de “erótica”.
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Lo de Ernaux no va, sin embargo, por estos lados. La manera en que ella se acerca a su materia —con un compromiso con la verdad de su experiencia que le exige valentía, capacidad de introspección y, lo más importante, conciencia de que debe superar lo meramente anecdótico para que esa intimidad sea para el lector la vía de descubrimientos más profundos— se puede interpretar como un acto político. Pues lo que va saliendo a la luz en cada uno de sus libros —unos mejores que otros, hay que decirlo— es el entramado de poder de la sociedad, que en nombre de la moral y la justicia perpetúa viejos prejuicios y comete abusos y tropelías de los que las mujeres, entre otros, terminan siendo víctimas.
La inhumanidad del sistema en que vivimos la denuncia ya en su libro El acontecimiento, un relato estremecedor sobre el aborto que decidió hacerse cuando aún estaba prohibido en Francia y ella era una joven universitaria que luchaba por labrarse un futuro más allá del mundo obrero del que proviene y del que huyó buscando mejores aires. Ernaux narra los hechos sin sentimentalismos ni autocompasión. Sólo muestra: la sordidez, la soledad, el dolor, el miedo, la insolidaridad, y así su texto se convierte en denuncia de un orden de cosas que, en nombre del Bien, se ensaña con los débiles.
Con esa misma entereza, Ernaux habla de su desclasamiento y de la repugnancia que llegó a sentir por su medio, pero también del deseo femenino, de la ceguera del enamoramiento, de las obsesiones a las que se ha entregado, de la mentira y la humillación, de la decrepitud, del abuso masculino camuflado de protección o de independencia. Y lo hace sin predicar, sin idealizar la naturaleza femenina, lejos de la superioridad moral o a las actitudes paternalistas de ciertos feminismos de hoy. En esto se parece a Virginie Despentes, otra feminista francesa, mucho más joven, que se niega a la victimización y que reivindica la libertad femenina a cualquier precio. (Por eso Despentes rechaza la abolición de la prostitución y en cambio pide garantías de trabajo digno para las trabajadoras sexuales). Pero Ernaux no tiene el tono iracundo de su compatriota. De ahí el estilo de su escritura. Seco, tajante, sin adornos, pero atravesado de frases lapidarias. Lo confesional ha sido usado siempre en literatura. Pero la manera en que Annie Ernaux lo hace es implacable con ella misma y con su entorno social. Por eso mismo hay que leerla.