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La intimidad

Piedad Bonnett

11 de agosto de 2012 - 06:00 p. m.

Nunca antes la frontera entre lo privado y lo público estuvo tan desdibujada como ahora. Nunca antes, tampoco, hubo una jurisprudencia más completa para proteger la intimidad, ni una cultura se encargó de tal modo de hurgar en ella y convertirla en espectáculo.

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Esto último, que podría ser visto como una aberración de la sociedad actual, es mucho más complejo de lo que a simple vista parece. Ya lo anunció Richard Sennett, pero también lo han dicho Antony Giddens, Paula Sibilia y muchos más: desde hace un tiempo estamos asistiendo a la construcción de nuevas formas de sociabilidad, a una transformación del concepto de intimidad y a “autoconstrucciones” del yo sumamente complejas. Sin ir más lejos, hoy encontramos a miles de individuos que a través de sus blogs o de Facebook o Twitter dedican buena parte de su tiempo a contarle al mundo qué piensan, de qué animo amanecieron, con quién rompieron una relación, qué comieron o qué soñaron. Lo importante y lo banal se confunden en esta inmensa confesión polifónica de los que a través de sus muros o sus trinos construyen, sin querer o queriendo, una imagen de sí mismos construida hacia el exterior.

La apoteosis de este desparpajo frente a lo íntimo se vive en los talk-shows, en los que una audiencia que rebosa morbo se deleita con las truculencias que, vaya uno a saber por qué, algunos seres quieren ventilar por radio o televisión. O en aquellos reality-shows que ofrecen el espectáculo de una cotidianidad a menudo grotesca. Y es que en una cultura que propicia narcisismos exacerbados y cuyos modelos son las “estrellas” del cine, muchos quieren, a toda costa, ser protagonista, tener reconocimiento, hacerse ver.

El tema tiene muchas aristas, pues ¿es lo mismo que un escritor nos cuente voluntariamente sus experiencias más privadas en un libro con evidente valor literario —Simone de Beauvoir las miserias de la enfermedad y muerte de su madre, Mishima el temprano despertar de su homosexualidad, Catherine Millet su caudalosa vida sexual— que acompañar en vivo y en directo a Jade Godoy, en la versión de Big Brother, cuando le anuncian, para su sorpresa, que tiene un cáncer avanzado, el mismo que terminó matándola meses más tarde?

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¿Hasta dónde debe y puede un hombre proteger su intimidad? ¿Qué tan humano es que una comisión de congresistas entreviste al convaleciente Angelino Garzón para probar que está en sus cabales? ¿Tendría su familia que haber entregado a la opinión pública un informe médico sobre cuál era su real estado de salud? ¿Tiene derecho la presidenta de Costa Rica a retirar de su cargo a Karina Bolaños, la viceministra de la Juventud, por la divulgación en internet de un video erótico que grabó para su amante? ¿Fue indelicado que el hermano de García Márquez declarara que éste sufre de “demencia senil”? ¿Tienen razón algunos allegados y amigos de estar molestos con él y con los medios que multiplicaron la noticia?

Estos últimos casos se vuelven problemáticos por ser sus protagonistas personajes públicos. Ocultar tan celosamente las consecuencias del accidente vascular de Angelino obedeció, sin duda, a una pura cuestión estratégica relacionada con la importancia de su cargo, como lo es que todavía hoy no sea clara la evolución del cáncer de Chávez. Pero, ¿tendría alguien que avergonzarse porque Gabo cae en las tristes decrepitudes de la vejez? ¿Sigue esta época, por pudor, tratando de ocultar la enfermedad, de la que nadie está exento? ¿Se avergüenzan los “ídolos” y sus familias de que parezcan humanos? Vergüenza debería darles más bien a los que intentan sacarles jugo a las intimidades de otros. Como el miserable que chantajeó a Karina Bolaños, que debía, él sí, ser expuesto al escarnio público

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