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Es sábado. Usted se levanta, desayuna, lee prensa y luego decide hacer un poco de ejercicio.
De regreso a su casa, empieza a soñar con una cerveza helada y entra a comprarla al supermercado de su barrio. Pero cuando llega a pagar, la cajera le recuerda que no hay venta de bebidas alcohólicas hasta las tres de la tarde, porque el expendio está en zona de colegios y universidades.
Siempre he estado en desacuerdo con esta medida de la Alcaldía. En primer lugar, porque nunca he creído en su poder disuasivo: los muchachos que quieren irse de rumba se desplazan sin problema a sitios donde consiguen trago. Pero, además, por una cuestión de principios. Pienso que una de las grandes conquistas de la modernidad se la debemos al pensamiento liberal del siglo XIX que pregona, con John Stuart Mill, que podemos hacer con nuestras vidas lo que queramos, siempre y cuando no hagamos daño a los demás; y que somos dueños de nuestras acciones, así éstas sean, a los ojos de los otros, “disparatadas, perversas o erróneas”. En pocas palabras, creo en la autodeterminación. En que somos libres de escoger un credo o ser ateos, de hacer con nuestro cuerpo lo que creamos conveniente, de tener cualquier preferencia sexual o de elegir el suicidio o solicitar la eutanasia. Así, pues, si se trata de proteger a los menores, bastaría con que el expendedor pidiera su identificación al comprador, como en todas partes del mundo. Y de resto, que el adulto decida con libertad sobre lo que quiere.
Pienso en esto cuando leo que el presidente Correa abolió en Ecuador, apoyado en una consulta popular, los casinos y las salas de juego; que el presidente Sarkozy amenaza con castigar a los que consulten de manera habitual páginas de internet que hagan apología al terrorismo, o que el alcalde de Yumbo propone que los adolescentes deben irse a dormir a las 10 de la noche. Sólo los estados totalitarios o en exceso paternalistas —dos cosas que a menudo van juntas— abundan en prohibiciones bajo el pretexto de proteger a sus ciudadanos, cuando lo que pretenden es coartarlos o imponerles una supuesta verdad ideológica o religiosa. Por esta vía se puede caer en toda clase de exabruptos: desde castigar con cárcel y graves multas a los que vendan o consuman chicle en Singapur, hasta restringir la salida del país en Cuba, prohibir que las mujeres les den la mano a los hombres en Somalia o condenar a muerte a los homosexuales en Yemen, Mauritania o Sudán.
Stuart Mill hablaba de “la dictadura moral del pensamiento mayoritario” y ese sería el caso del Ecuador, sociedad que cree que cerrando los casinos destierra la pasión del juego, sin tener en cuenta que no bien sale una ley que prohíbe cualquier cosa, se crea la acción clandestina que la desafía, con consecuencias muchas veces atroces, como la de la política antidrogas en Colombia, que lo único que ha producido es crimen y sangre.
Ahora que en nuestro país se revive el debate sobre la dosis mínima y se activa, liderada por el presidente Santos, la reflexión sobre las ventajas de la legalización de la droga, vale la pena volver a pensar en el tema de las libertades individuales. Sabemos de los estragos del cigarrillo, las drogas y el alcohol —en una sociedad con doble moral, donde el Estado se lucra de él y los adultos ven con condescendencia al borracho— y no creo que nadie sensato vea con buenos ojos que un adolescente pueda comprar libremente marihuana en la tienda de la esquina. Pero una cosa es la regulación y otra la prohibición. Además de apelar a campañas de salud pública —educación, prevención, rehabilitación—, el Estado lo que debe hacer es implementar estrategias como encarecer el consumo o penalizar drásticamente los delitos cometidos bajo los efectos del alcohol o las drogas. La idea es, como dicen los que saben, “reducir el daño”. No reducirnos a rebaño.
