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Son ejércitos. Cientos de hombres que esperan sentados en el suelo, sobre unas escaleras, en una zona verde, casi siempre en grupo, con sus implementos extendidos a su alrededor, a veces comiendo la ración del día en su coca de plástico, a veces simplemente esperando la orden de empezar su batalla. Están por todas partes, una verdadera invasión urbana: son los mensajeros de Rappi, esas figuras representativas de la llamada “economía colaborativa” que impulsan las plataformas tecnológicas. Presentados por la empresa como “emprendedores independientes” que encuentran en su plataforma oportunidades de ingresos extra, en realidad son jóvenes desempleados que al no tener empleadores difícilmente pueden organizarse, armar sindicatos o presentar pliego de peticiones. Rappi es, a menudo, un asidero para los desesperados. Ya se han denunciado sus precarias condiciones de trabajo: deben comprar su uniforme, su caja, usar su bicicleta o su moto. A cambio reciben el 100% del servicio y las propinas.
Son un síntoma. De los nuevos rumbos del capitalismo salvaje. De la magnitud del desempleo, sobre todo de la gente más joven. De la necesidad de trabajar de cientos de personas, así sea en condiciones muy duras: bajo la lluvia, con una competencia feroz y tarifas de domicilio que se han ido reduciendo. (“A veces estamos 12 horas trabajando y nos salen sólo tres pedidos”, dijo un rappitendero a Semana). De cómo se puede crear empresa con un mínimo de capital e infraestructura, apoyados en la fuerza de trabajo y en la ley de la oferta y la demanda. (En Las2orillas leemos que los trabajadores de oficina deben aportar sus propios equipos electrónicos y no tienen cafetería ni pausas de descanso). Pero, además, los rappitenderos se han convertido en una verdadera invasión del espacio público y un peligro para los peatones.
Las plataformas tecnológicas vinieron para quedarse, tienen muchas ventajas y no se trata, por tanto, de prohibir sino de regular. De poner orden, apretar tuercas, proteger al trabajador hasta donde se pueda, cuidar el espacio público. Lo que extraña es que, mientras hay una gran permisividad con los abusos de Rappi, cuando se trata de sistemas de transporte alternativo se persigue —como en el caso de Uber— o se piensa en aplicar una rigurosidad excesiva, como en el caso de las patinetas. A estas, que son ligeras, estéticas y, sobre todo, una verdadera alternativa de transporte en una ciudad agobiada por los trancones, ahora las quieren erradicar de andenes, plazoletas y parques y todo espacio público. Es decir, alejarlas del alcance del ciudadano. Ya la Secretaría de Movilidad anunció que tendrán que construirse para ellas unos cajones de alquiler en la calzada vehicular y que, muy probablemente, se adjudique el negocio por licitación a un solo “aprovechador”. Es decir, crearán un monopolio. Y algo más grave, que no se ve en otras partes del mundo: el usuario no podrá dejar la patineta donde termina su trayecto, ni tomarla en el sitio más cercano, sino ir por ella hasta las “estaciones”. Se desvirtúa así totalmente su sentido y se desestimula una iniciativa sana, que bien supervisada y controlada, es una excelente opción para muchos.
