Los analistas y pensadores han empezado a hablar de la muerte de la democracia. Entre los que así lo creen se cuentan dos profesores de la Universidad de Harvard, Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, quienes, en un libro que se ha convertido en un éxito de ventas, atribuyen este declive, entre otros factores, a la proliferación de regímenes autoritarios y populistas en distintas partes del mundo. Lo cierto es que las protestas que vienen incendiando países tan diversos como Ecuador, Hong Kong, Chile o Francia parecieran indicar que se está llegando al tope del descontento frente al modelo económico neoliberal y las viejas castas políticas, corruptas y parásitas.
En un breve diálogo con la escritora chilena Diamela Eltit a propósito de las movilizaciones populares en Chile y Colombia, ella hizo un breve dictamen que infortunadamente no pudimos profundizar: “Es —me dijo— el siglo XXI”. Me atrevo a pensar, por algo más que añadió, que Diamela se refería a esos cambios turbulentos que, como ya sucedió en el XX, suele traer el cambio de siglo. Y que en el nuestro tiene como componentes fundamentales la revolución tecnológica y digital, la desigualdad que ha propiciado el capitalismo salvaje, y las dificultades que enfrenta una juventud abocada al desempleo, la sobrecalificación y la competitividad más feroz. Así como Claudia López, con mucha visión, afirma que después de las marchas ella recibe una ciudad distinta, así mismo podríamos decir que, desde la Primavera Árabe, muchos países también son otros después de las suyas.
No soy, ni mucho menos, una especialista en estos temas, pero me atrevo a pensar que estas rebeliones populares, que en cada país tienen razones particulares pero que en conjunto muestran una rabia global contra el sistema, son, paradójicamente, un indicio de esperanza en una potencial reinvención de la democracia. Los jóvenes entre los 16 y los 28 años, comenzando por Greta Thunberg, nos están demostrando que no son sólo seres ensimismados en sus pantallas, sino una generación con capacidad de reacción política y creatividad en sus mensajes. Y a esa fuerza viva nos hemos unido, también con derroche imaginativo, las mujeres, dispuestas a un rotundo No más. Lo maravilloso es que este núcleo protestante ha contado con la simpatía y, sobre todo, con la solidaridad de la gente más diversa, prueba de que una buena parte de la sociedad ha sentido simpatía por los manifestantes. Leo en El Espectador que en Hong Kong las cartas de Navidad no fueron para Papá Noel sino para los muchachos presos o heridos, y que miles de ejecutivos del corazón financiero les manifiestan su apoyo marchando a la hora del almuerzo. Que en Chile la sociedad se ha organizado en torno a la iniciativa “Los ojos de Chile”, para hacer donaciones a los que han perdido la visión por culpa de los excesos de fuerza del Estado. En Ecuador fui testigo del inmenso apoyo de la ciudadanía a los indígenas sublevados. Y aquí los cacerolazos fueron la forma que muchos encontraron de decir: “Estamos con ustedes”.
Pareciera claro, pues, hasta para los más obtusos, que si los gobiernos no saben leer bien esas señales y se obstinan en la represión, vendrán tiempos violentos que a la fuerza le abrirán camino al cambio.