Los adelantos científicos y las novedades tecnológicas, que por su variedad casi nos abruman, nos permiten conjeturar cómo será el mundo del mañana.
Algo que hace la ciencia ficción, “el punto donde el arte se encuentra con la ciencia y muestra de la manera más clara la estrecha relación entre ambas”, según palabras de Umberto Eco. Las buenas novelas y películas de ciencia ficción son aquellas que plantean dilemas éticos o sugieren conflictos sociales o políticos que podemos intuir ya en el presente. El ejemplo clásico es Un mundo feliz, de Aldous Huxley, autor que en 1932 imaginó una sociedad donde todos los individuos fueran engendrados en probeta, y programados genéticamente para ocupar un lugar en la escala social y laboral. Una contrautopía que hoy no parece del todo improbable.
Tendemos a pensar que ese mundo posible será mejor que el de ahora, porque nos han convencido de que vamos jalados por la fuerza del progreso. Pero de eso no estamos seguros. Las “predicciones” del científico de origen japonés Michio Kaku, por ejemplo, de que en un futuro no muy lejano podremos grabar pensamientos y emociones y enviarlos para que el que los reciba sienta lo mismo que nosotros, nos hacen sentir escalofrío. Grabar el deseo, la melancolía o el dolor es algo que no se nos había ocurrido que pudiera suceder. Kaku, autor de un libro recién aparecido, El futuro de la mente, y coautor de la Teoría de cuerdas, plantea que “quizá un día podamos transmitir la conciencia de nuestra mente, copiando todo nuestro cerebro en láseres poderosos que viajen a otras galaxias”. Ante el escepticismo, el autor contesta con una explicación científica: si el rayo láser puede contener enormes cantidades de información, si recibimos videos a través de cables de fibra óptica, ¿por qué no?
Cuáles serían las ventajas o desventajas de un logro como éste es algo que causa curiosidad e incita a la reflexión. Otros “adelantos”, en cambio, nos hacen pensar que el camino que se nos propone linda con el absurdo. En estos días, por ejemplo, una conocida multinacional de aparatos electrónicos anunciaba su última novedad, una manilla o pulsera capaz de registrar todo lo que se nos antoje de nuestras acciones diarias: cuántos pasos hemos dado, cuántas calorías hemos consumido, cuántas llamadas nos han hecho, y un etcétera cuyos alcances no alcanzo a imaginarme. El redactor de la nota periodística se permitió hacer su pequeña lucubración, su doméstica apuesta ficcional: “Ya no será necesario sentarse a escribir cada noche y tratar de recordar los buenos o malos momentos de cada día para dejarlos registrados, sino que bastará con estar conectados...”. Qué tristeza, digo yo. Peor aún el programa que un pragmático acaba de crear, gracias al cual podemos saber en qué momento exacto pararnos de la silla para no perdernos lo mejor de la película. A él se le ocurrió, dice, mientras contenía las ganas de orinar en una que dura tres horas. Pobre. Lo que él no pensó es que en esos cinco minutos en que “no pasa nada”, puede estar la escena más bella o más reveladora. Me consuela pensar que ese programa no nos serviría en un partido de fútbol.