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La violencia acústica


Piedad Bonnett

18 de agosto de 2024 - 12:05 a. m.

Dicen los medios que en Bogotá las riñas y los actos de intolerancia se han incrementado como consecuencia de la violencia acústica (nombre que se le da al ruido cuando altera el espacio público y viola el Código de convivencia). Infortunadamente, es un mal que afecta no solo la capital sino la mayoría de las ciudades, pueblos y veredas de Colombia.

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Cuando se trata de ruido ambiental -excavadoras que rugen en una ciudad en obra eterna, exostos mal mantenidos, sirenas de ambulancias-, el daño de la violencia acústica puede ser involuntario. Pero no por eso deja de afectar la salud física y mental del ciudadano. ¿O no es violencia acústica el perifoneo de la camioneta calle a calle, el sonsonete repetido de la grabación con que el vendedor ambulante atosiga al vecindario desde su esquina, o el reguetón a todo volumen en la tienda de ropa? Aunque lo ocasione gente en su afán del pan diario, debería ser controlado por las autoridades.

Pero hay otra violencia acústica que no tiene nada de involuntaria: la que irrespeta al otro cuando le impone oír a todo volumen lo que no quiere, en lo que un analista llamó “aplastamiento simbólico”. Esa es la que origina no sólo riñas sino crímenes causados por la irritación o la ansiedad o la rabia, o todas las anteriores. Un informe en proceso de la U de la Sabana dice que de enero a julio se han reportado en Bogotá 179. 900 denuncias por exceso de ruido. ¡Qué será en el país! Lo que casi nadie entiende es que la música estridente o el griterío en la fiesta, la plaza, la playa, el bar y hasta en el púlpito, desde donde el cura o el pastor amplifica su perorata para toda la población, puede explicarse como abuso de poder, desafío, agresión: “yo en mi casa –o en mi carro, o en mi esquina, o en mi establecimiento o en mi iglesia– hago lo que me da la gana, ¿y qué?”. Un reflejo de lo que somos. Y ese “¿y qué?” incluye a las autoridades, tímidas a la hora de atender los reclamos desesperados de los que no pueden dormir -o vivir-, o muchas veces sobornadas para que se hagan las de la vista gorda.

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El mundo entero es víctima del ruido excesivo. Sin embargo, la OMS ha declarado América Latina como la región más ruidosa del mundo. ¿Por qué? Muchos dirán que es porque somos pueblos alegres y festivos. No. Es porque no sabemos respetar el límite, ni en lo espacial ni en nada. Con un agravante: en nuestras sociedades, donde todo, desde un partido hasta un matrimonio, se celebra con vuvuzelas o voladores, el ruido goza de un prestigio que el silencio no tiene. Atrévase usted a solicitar al mesero “que le bajen un poquito a la música para poder conversar” y verá sonrisas burlonas y encogimiento de hombros detrás del mentiroso “con mucho gusto” o del descarado “imposible, son políticas de la administración”. El que protesta es considerado un güevón.

Resulta agresivo, por ejemplo, que en pueblos que se promocionan por su belleza, como Jericó o Salento, de cada local salga una música estruendosa, creando un desconcierto insoportable. O que no haya taxista que no vaya oyendo radio a todo taco. Lo que sí parece es que, en este asunto, lo punitivo es menos eficaz que lo didáctico. Por eso es necesario hacer intensas campañas, sugestivas, ingeniosas, para derrotar la violencia acústica.

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