Cada tanto nos escandaliza un feminicidio, pero infortunadamente este vuelve a repetirse con patrones idénticos, como si no hubiera salida ninguna. Las palabras que nos recuerdan que estas muertes habrían podido evitarse -prevención, protección a la víctima- suenan cada vez más a fórmulas vacías, a pura retórica. Para entender la complejidad del problema habría que recordar algunas cosas: en casi todos los casos, al feminicidio le anteceden siempre maltratos físicos y sicológicos, violencia económica, acoso y amenazas. Infortunadamente, por miedo o dignidad, muchas mujeres ocultan esta información a sus familiares o amigos, como pasó en el caso de Natalia Vásquez, quien finalmente fue apuñalada en la acera de su casa cuando trataba de huir con su pequeño hijo. Habría que hacer más campañas de denuncia y alerta temprana.
Las denuncias, sin embargo, no parecen funcionar casi nunca. ¿Por qué? Porque los prejuicios y el desdén por las mujeres existen también en la policía y el poder judicial. Lo señala muy claramente Lauren Torres, la profesora de la U. de Antioquia acosada con violencia por un estudiante, cuando cuenta que en la Fiscalía la recibieron de afán, se negaron a admitir denuncia por hostigamiento peligroso y renombraron arbitrariamente el delito como “calumnia”. Hay una burocracia indolente, falta de formación en perspectiva de género y paquidermismo institucional.
Las soluciones tienden a aislar a la víctima en vez de perseguir al victimario. A Lauren Torres, “por seguridad”, le ofrecieron trabajar desde la casa, condenándola a la falta de contacto presencial con sus estudiantes y colegas, con la consiguiente afectación mental. Y a muchas posibles víctimas les ofrecen una casa de protección, una medida de emergencia que está bien, pero que si se prolonga termina afectando a las mujeres. Natalia Vásquez, por ejemplo, para irse a vivir a una de ellas, tuvo que dar su hijo en custodia a una sobrina. Como no resistió la separación, volvió, circunstancia que aprovecharon para matarla.
Nos hemos olvidado de los cientos de niños con vidas destrozadas por la acción criminal. Leidy Daniela Moreno, de 20, asesinada con una escopeta mientras huía de su expareja, dejó un niño de cuatro años, y Natalia Vásquez, uno de tres. Los agresores ejercen también, más frecuentemente de lo que imaginamos, la violencia vicaria, la más infame, que consiste en matar a los hijos para castigar a la madre.
Los asesinos suelen premeditar el crimen: el de Natalia Vásquez se disfrazó de mujer para entrar a su casa. El de Stefanny Barranco, en un centro comercial, había comprado un cuchillo momentos antes. Algunos son obsesivos y dependientes, otros pueden sufrir desórdenes mentales graves –tal vez el agresor de la U. de Antioquia– pero la mayoría lo hace para afirmar lo que Segato ha llamado “la dueñidad”, que simplemente se ensaña en el cuerpo femenino porque este se resiste al dominio patriarcal. Y lo hacen con rabia y sevicia y muchas veces en lugares públicos, buscando la espectacularidad, la “violencia expresiva” que envía el mensaje de que la mujer ha sido disciplinada, castigada en su rebeldía. Como se ve, este problema debe enfrentarse desde muchos frentes, y con mucho brío.