Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Dudé en cómo formularlo. Tal vez: “Este país cansa”. Pero no, cansa el mundo entero, con sus tiranos, sus payasos, sus desigualdades y su corrupción. Después pensé que es la realidad la que cansa. Y tuve que rectificarme, porque la realidad es mucho más amplia de lo que la gente piensa. La realidad incluye nuestro mundo interior, nuestros recuerdos y nuestras fantasías, todo lo que en los momentos de cansancio nos da fuerza y ganas de vivir. Encontré que lo que cansa es algo más limitado y más sencillo: la dosis de actualidad, de coyuntura, de hechos trágicos, injustos o grotescos que debemos procesar cuando nos mantenemos conectados a los medios de comunicación. Y no digo a las redes sociales, porque por fortuna no tengo ni Facebook, ni Twitter, ni Instagram, lo que me salva de las salpicaduras del odio, la arrogancia, la vanidad y las falsas noticias que por ahí circulan.
Y, sin embargo, cansa también vivir en un país donde tanta gente ocupa tanto tiempo en descalificar a los demás, en quejarse, en criticar sin construir nada. Doy un ejemplo bobo: la semana pasada escribí una columna sencilla sobre los venezolanos en el exilio, y la nostalgia con la que deben vivir estas fechas, en las que añoramos lo perdido. Era un pequeño gesto de solidaridad con un pueblo que a muchos nos duele. Los comentarios de los lectores, que esta vez leí, eran casi todos en sentido negativo. Uno —una— escribió: “Se le olvida (sic) los pobres colombianos o es que no hay pobre (sic) en este país”. Otro reclamaba: “Y Piedad, ¿en qué has aportado para aislar a Maduro y la corte que le acompaña?”. Otros me acusaron de olvidar los migrantes pobres de otros países. Y otro más me culpaba —a mí y a la “academia gris” a la que supuestamente pertenezco— de ser los culpables de lo que pasa en Venezuela, por apoyar a no sé cuál “mesías”. En fin. Son críticas irrelevantes, inanes, pero qué cansancio. Porque aquí al que hace siempre habrá quien salte a aplastarlo.
Dan ganas de aislarse por unos días, y por fortuna estos de fin de año— tranquilos y silenciosos— son propicios. Nos salvan no solo de la mala sangre de los enconados, sino también de los mensajes de felicidad edulcorados, falsos, con que nos empalagó la Navidad. Y el mejor refugio son los libros, que nos ponen a conversar con gente —los autores— que está tratando de pensar este mundo loco, de analizarlo desde la racionalidad, la generosidad y la empatía. Porque el que escribe comparte y participa. Aquí tengo cerca —entre los muchos posibles— los que me están acompañando por estos días: el que reflexiona sobre por qué hay tantas personas dispuestas a creer y obedecer, y por qué desobedecer es una declaración de humanidad; el que lleva el sugerente subtítulo Cómo vivir en tiempos deshonestos; el que explora “el lenguaje de la noche, el sueño, los sueños”; el que examina, en una historia del andar a pie, “la relación entre el caminar y el pensamiento”; el del poeta que canta: “Una forma/ de olvido: Luna/ que recogí / en la oscuridad de tus ojos”. Todos ellos me recuerdan que el pensamiento, la belleza, la imaginación, son las armas nobles que sostienen nuestra frágil fe en lo humano.
