Pocos conflictos concitan tantas pasiones como el que existe entre Israel y Palestina. ¿Por qué? En parte, creo, porque en su origen existe un doble dolor: el de la tragedia del pueblo judío, perseguido desde siempre y expuesto durante el Holocausto a la amenaza de extinción, que explica la creación de un Estado al que acogerse, y el de que la fundación de Israel haya significado para los palestinos una catástrofe nacional, la nakba, que implicó el desplazamiento de 750.000 habitantes de la región a los países vecinos. En la raíz de todo hay una reparación, pero también una injusticia.
La sensación de que esta guerra es irresoluble pareciera nacer de esta contradicción. Sin embargo, la paz sería posible —siempre es posible— si en la evolución de esta guerra no hubieran intervenido las extremas con sus fanatismos. Lo dice Amos Oz: “La actual crisis del mundo, en Oriente Próximo o en Israel-Palestina, no es consecuencia de los valores del islam. No se debe a la mentalidad de los árabes, como claman algunos racistas. En absoluto. Se debe a la vieja lucha entre fanatismo y pragmatismo. Entre fanatismo y pluralismo. Entre fanatismo y tolerancia”. Algo que se evidenció cuando en 1995 un extremista israelí —y no un terrorista palestino, como podría creerse— que se oponía a los Acuerdos de Oslo asesinó al entonces primer ministro israelí, Isaac Rabin, en una manifestación en la que 100.000 israelíes, deseosos de paz, apoyaron que Israel se retirara de los territorios ocupados después de 1967. Porque entre los israelíes siempre ha habido ciudadanos liberales y progresistas. Infortunadamente el extremismo de derecha, que hoy es representado por Netanyahu, con su intransigencia, fue el gran beneficiado con este asesinato.
El terrorismo de Hamás y de la yihad islámica nace en buena parte de esa intransigencia y de la conciencia del despojo. Sus líderes se han valido de la mezcla explosiva entre fanatismo religioso, odio, humillación, hambre y resentimiento de muchos palestinos, para ponerlos al servicio de la destrucción de Israel. Por su parte, los nacionalistas de extrema derecha del Estado israelí han incentivado la ocupación de más territorio, han levantado un muro en Gaza y se han negado a la creación de un Estado palestino. De ahí que la acción terrorista de Hamás se haya llamado “Basta ya”. Pero tenemos que ser claros: jamás se podrá justificar que el odio lleve a secuestrar y matar —y con qué saña— a población civil. Que Gustavo Petro no condene en forma directa a Hamás es inaceptable. ¡Como si los colombianos no supiéramos de todas las atrocidades del terrorismo! Igualmente, merece absoluta condena la respuesta cruel de un Israel enfurecido, que ha mostrado desprecio por las gentes de Gaza y que viola los derechos humanos matando y desplazando a todo un pueblo.
Hoy lo que vemos avergüenza al mundo. La imagen de un niño convertido en una masa de carne ensangrentada que aún respira sintetiza el dolor de esta guerra. Infortunadamente, es muy posible que veamos otras consecuencias: que se multipliquen el antisemitismo y la islamofobia que ya campean en Europa. Que estallen bombas y haya acuchillamientos en lugares públicos. Y —ojalá no— que otros países se involucren, con consecuencias imprevisibles.