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Las Farc ayer y hoy

Piedad Bonnett

07 de abril de 2018 - 10:00 p. m.

En entrevista reciente con Yamid Amat, el historiador Jorge Orlando Melo dijo, refiriéndose al conservadurismo de este país: “Los grupos conservadores han tenido un gran poder, y sus ideas son aceptadas por muchas personas en las clases medias, incluso los pequeños propietarios rurales. Pero el tono de radicalismo conservador de los últimos años, que ha convertido a muchos liberales en jefes de movimientos muy conservadores, es ante todo el resultado de los años de lucha armada”. Y añade: “el efecto de las Farc es que nos volvimos superconservadores, el país más conservador de América”.

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Tiene toda la razón. Es verdad que la influencia de años de la Iglesia católica —en la educación y en la política—, y ahora de las iglesias cristianas, tiene mucho que ver con los prejuicios contra el divorcio, el aborto, la homosexualidad y todo lo que tenga que ver con un pensamiento progresista. Y también que tenemos una tradición de dirigentes que comienzan definiéndose como liberales, pero que muy pronto dan un giro hacia posiciones conservadoras, como Rafael Núñez y Álvaro Uribe. Pero en la circunstancia actual, y ad portas de elecciones presidenciales, lo que sí resulta clarísimo es que la guerrilla —y aquí incluyo también al Eln—, con su historia de crueldades e infamias, de irrespeto con el ser humano y la naturaleza, tiene mucho que ver con la exacerbación de posturas, no ya digamos conservadoras, sino de ultraderecha, recalcitrantes y vengativas. El rechazo que la inmensa mayoría de colombianos siente por las Farc es algo que ellos, recién llegados a las lides de la política, deben estar comprendiendo a fuerza de golpes de realidad. Aunque, salvo en el caso de la desmovilización de la guerra, el sentido de realidad que han tenido ha sido bastante escaso. Hace mucho perdieron la capacidad de medir y entender la complejidad de este país. Lo paradójico es que la derecha, que tanto pregonó que la vinculación de las Farc a la política nos llevaría de inmediato a otra Venezuela, hoy ni siquiera se ocupa de ellos, y busca exacerbar el odio buscando sus enemigos en otras partes.

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La lucha armada ha existido siempre como opción de cambio, y también como un recurso de los desesperados, pero su gran riesgo, como ha mostrado la historia, es el de caer en persecuciones, baños de sangre, despotismos, crueldad y sacrificio de una generación o varias. Desafortunadamente, lo que en sus inicios fue la aventura de unos cuantos idealistas, motivada por la sed de justicia y la inconformidad con un sistema indolente y corrupto, se convirtió pronto en una guerra que traspasó todos los límites éticos y morales. Los líderes de las Farc no supieron parar a tiempo los desastres que engendraron, entre otras cosas porque, como dijo García Márquez, es más fácil empezar una guerra que terminarla. Y después de los acuerdos de paz, como también señala Melo, han sido tibios a la hora de reconocer que llevaron a este país por el camino de las más terribles violencias. Hoy, gracias a este Gobierno, tienen su segunda oportunidad sobre la tierra. Esos hombres viejos, cansados, enfermos —el exprocurador dirá que gracias a Dios— tienen ahora la posibilidad de buscar, por las vías legales, las transformaciones que no lograron en 50 años de lucha armada. Aunque quizá sea demasiado tarde.

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